Los aeropuertos de nueva construcción, como el de Mexico DF y Taipei, prometen ser lugares felices.

A principios de los años 90, el antropólogo francés Marc Augé acuñó el término no lugar, para referirse a los lugares de transitoriedad, de flujo, a los espacios sin identidad, como las terminales de un aeropuerto.

Tras el boom aeroportuario iniciado en los años 60, todos los aeropuertos se parecían unos a otros, pero en los 90 y principios del siglo XXI, en plena globalización, los aeropuertos empezaron a despuntar como puertas de entrada a un modelo hiper-optimista inspirado por la rampante globalización que la tecnología dibujaba.

El académico John D. Kasarda desarrolló en 2011 la noción de la aerotrópolis, una mega-región generada alrededor del aeropuerto hub inspirado en Dubai.

Bajo esta premisa, los aeropuertos se convirtieron en puertas de conexión entre ciudades en red para una clase global que siempre está y necesita estar conectada y precisa pasar rápidamente de lo local a lo global. A su alrededor se concentraban empresas de alta tecnología, hoteles, parques empresariales, palacios de congresos, centros comerciales y universidades. Es un modelo que inspira a aeropuertos que están en proceso de expansión como el de El Prat (Barcelona), puerta de entrada de personas, mercancías e información, y dinamizador económico de toda una subregión metropolitana.

Sin embargo, además de ser dinamizadores de una subregión, los aeropuertos pueden ser destinos en sí mismos, una entrada natural al país y al continente. Un lugar en el que uno puede sentir la experiencia del lugar al que llega.

El 11-S

En el año 2001, tras el 11-S, la seguridad se convirtió en una cuestión clave, y los pasajeros en víctimas necesarias de un proceso de deshumanización y miedo. Los aeropuertos fueron los lugares donde se cocía el miedo. Todos podíamos ser sospechosos y víctimas a la vez. Los controles de seguridad se convirtieron en un trámite desagradable por el que había que pasar lo más rápidamente posible, a la vez que se contribuía a la experiencia de despersonalización y no-lugar que Augé definió.

Desde entonces, la tecnología, con sus sensores invisibles y el buen diseño, está obrando magia, y en la actualidad ya hay aeropuertos agradables, capaces, además, de trasladar un sentimiento de conexión física y social con el entorno, escaparate de la esencia local.

Los aeropuertos destino

¿Nos pueden llegar a gustar tanto los aeropuertos como para querer pasar tiempo en ellos? La respuesta es, ¡sí, totalmente!, y más cuando parece que para 2020 habrá 100 aeropuertos nuevos. Entonces, ¿dónde se está haciendo bien?

Recreación del nuevo aeropuerto diseñado por Norman Foster en Ciudad de México.
Presidencia de la República Mexicana CC-by-2.0, CC BY

En la actualidad hay aeropuertos en construcción, como el de Mexico DF (Foster + Partners) – independientemente de que el presidente electo del país tal vez paralice el proyecto –, o el de Taoyuan T3, en Taipei (Rogers, Stirk, Harbour + Partners), que reivindican ser destinos en sí mismos y consolidar la dualidad local-global, ayudando a generar contexto y comprensión a una experiencia a menudo deshumanizadora.

Porque los aeropuertos no son entidades abstractas que viven al margen de las modas, los usos y costumbres. Su constante evolución ha respondido, además de a cambios de demanda y seguridad, a las innovaciones tecnológicas. Los aeropuertos más punteros ya ofrecen algunos avances: desaparición del check-in; robots guía como Spencer, que está disponible para guiar a los pasajeros hasta las puertas de embarque en el aeropuerto internacional Schiphol de Amsterdam; disponibilidad de internet de alta velocidad; identificación biométrica para acelerar los controles de seguridad; y apps para entretenernos.

Definitivamente, los aeropuertos verdaderamente felices, aquellos a los que la gente quiere ir, son aquellos que proporcionan contexto y sensación de lugar. Nada peor que el despiste del desfase horario de la llegada, o del place lag: la sensación de desubicación cuando los espacios son intercambiables unos por otros.

Y en un intento de arraigarnos, de darnos contexto, sería deseable aclimatarnos al país de llegada a través del aroma de las especias en los zocos de Marrakech, por poner un ejemplo. Esto es algo que los aeropuertos mencionados logran, buscan que el pasajero se sienta como un invitado, y para ello contienen zonas diáfanas de tránsito, y asientos amplios en espacios con vegetación y luz natural. Están orientados al servicio y en ellos el pasajero es un visitante, un embajador potencial.

Los códigos IATA asociados a cada aeropuerto (MAD, BCN) se han convertido en definitorios de sus ciudades de referencia.
Savgraf / Shutterstock

Dinamización del territorio

El futuro pinta bien para los aeropuertos, que se vislumbran como los nuevos zócalos del siglo XXI, ágoras en las que, además de saborear el territorio y marcarnos con referencias culturales, la oportunidad de interactuar y socializarse se precipita, y ocurre vertiginosamente, como en una versión acelerada de la vida, sin olvidar la capacidad del aeropuerto para dinamizar el territorio.

Cabe recordar que, cuando viajamos con equipaje, nuestras maletas van con un código asociado (MAD, BCN…) que se ha convertido en definitorio de las ciudades en las que los aeropuertos están. Esos códigos IATA (International Air Transport Association) de tres letras ayudan a identificar todo lo relacionado con lo que allí pasa, y confieren al espacio aeropuerto con un valor identitario que casi siempre pasa inadvertido. Es hora de reivindicarlo.The Conversation

Cristina Mateo Rebollo PhD, Executive Director IE School of Architecture and Design, IE University

Photo by Riccardo Bresciani from Pexels Cristina Mateo Rebollo PhD, IE University

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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