En este post hablaré del trabajo que se plantean algunas inquietudes e interrogantes acerca de los cambios fenomenológicos y clínicos en la patología actual.

El nominalismo psiquiátrico y psicoanalítico trata de hallar nociones que se acoplen a la realidad de lo representado o aludido por ellas. Si los nuevos términos nosográficos remiten a nuevas realidades no se producirá el isomorfismo necesario entre término y objeto.

Esto está ocurriendo en la clínica psicoanalítica contemporánea. La cuestión es que no existe ese isomorfismo porque los conceptos diseñados por el psicoanálisis del XIX reenvían a cuadros clínicos que han cambiado su consistencia sintomática, fenomenológica, existencial, y los términos del DSM son demasiado desencarnados y no permiten la resonancia del sufrimiento psíquico en toda su amplia gama de matices y subjetividades.

Ahora la cuestión, que ya se planteó Teresa Sánchez Sánchez es: ¿estamos ante el mismo padecimiento cambiando solo las apariencias sintomáticas o los disfraces defensivos o la ‘hipermodernidad’ está modificando la estructura psíquica y las manifestaciones del sufrimiento mental? Y, si esto fuera así, ¿están los terapeutas preparados para nuevas formas de escucha?, ¿siguen siendo válidas las escuchas alienadas o de escuela en las que, irremediablemente, han sido instruidos? ¿Qué exigencias y qué nuevas actitudes requiere una escucha verdadera y cuántas escuchas son posibles?

La seducción que el abanico ideológico, social, científico y técnico postmoderno ha ejercido sobre el psicoanálisis ha sido analizada por Elliot, el cual describe esta época como una ‘modernidad sin falsas ilusiones’ (de rigor, de racionalidad, de optimismo en el progreso, de creencia en absolutos míticos). Coderch puntualiza que la postmodernidad tal vez no sea una época histórica delimitada o secesionada de la modernidad, pero sí es un estado de la mente, “en el que la ambigüedad, el pluralismo, la contingencia, la incertidumbre, etc., no son vistas como distorsiones o patologías que han de ser vencidas y superadas, sino como modos de experiencia social y científica que ponen en evidencia la imposibilidad de la objetividad total y de la verdad absoluta y universal”.

 

Es por ello que Kristeva convergió que las nuevas enfermedades del alma no son sino nuevas entonaciones de la angustia intemporal, que tan sólo había modificado la forma de hacerse audible, pues no otro es el propósito del síntoma. “… un analista que no descubra en cada uno de sus pacientes una nueva enfermedad del alma, no lo escucha en su verdadera singularidad” Esta efeméride es reforzada por Sánchez-Peraza, quien habla de la ‘Sociedad Farmacológica’ empeñada en anestesiar todas las emociones con el propósito de devolvernos a la línea de planicie que identificamos con la ataraxia.

Acorde con esto, Blech acusa a la masificada cultura ’psi’ de patologizar la sociedad (la vejez, las particularidades, las preferencias, las pasiones) generando nuevos e inquietantes males con los que se sugestiona a la población para así buscar luego una solución farmacológica o terapéutica. Se apropia de aquella máxima propalada por según la cual “La psiquiatría es esa enfermedad de la que ella misma se propone como remedio”. Con esto ahora yo me pregunto, ¿somos nosotros realmente inventores de enfermedades, empeñados en acuñar nuevos términos para quizá no tener que enfrentarnos a nuestra incompetencia y nuestros déficits en la escucha y en la comprensión?, ¿o es que tendemos a patologizar cuanto no obedece las reglas, las medias estadísticas, las pautas normativas de la sociedad?

No hace mucho Roudinesco ha escrito sobre nuestro lado oscuro y el doble vínculo que mantenemos con él. Nos atrae la singularidad que nos aporta, pero nos asusta que nos aleje del ideal normativo de ser como todo el mundo y gozar de una calidad de vida estándar o incluso superior. Nos urge pensar sobre las vueltas de tuerca que podemos tener, el destacar sobre la sociedad por tener una etiqueta (llámese trastorno) y sobre todo imponer con el concepto “pastilla” a la exigua que nos alejamos de lo mínimamente considerado para nosotros “normal” visto en esta sociedad actual.

Tratando el mismo tema desde otra perspectiva, a veces ocupan el diván de la consulta auténticos ‘anti-analizandos’ (expresión peculiar usada por McDougall en “Alegato por cierta anormalidad”) Queda implícita otra cuestión: los psicoanalistas de las distintas generaciones se han sentido sucesivamente intrigados por, y en consecuencia han explorado, distintos continentes de la psicopatología: primero las neurosis actuales, después las psiconeurosis y las perversiones, más tarde las neurosis narcisistas, las neurosis de carácter, las neurosis dependientes de la cultura, y ahora recientemente el TLP, las patologías psicosomáticas, los trastornos de la conducta alimentaria, las adicciones, la conducta violenta juvenil y las organizaciones fanáticas… ¿Puede el ser humano desarrollar nuevas formas de sufrimiento mental o solo cambian las apariencias fenomenológicas del malestar?

Me atrevo a decir en este post que muchos terapeutas aventuran a etiquetar de trastornos a pacientes, faltando la escucha. La fobia a pensar de la que hablaba Kestenberg está relacionada con esto. La molicie del pensamiento débil, alimentada por repertorios nosográficos del estilo del DSM que facilita con sus ahora más de 500 trastornos en su modelo teórico suministra en seguida hacia el paciente  la aparición de aristas, estridencias, aspectos de excepción…

Muchos analistas han reflexionado sobre los problemas relacionados con la escucha. El analista no es distinto a sus coetáneos, sólo lo es la posición que ocupa, pero no escapa de padecer las mismas patologías culturales que atraviesan el tiempo y el contexto en el que vive y que comparte también con sus pacientes. Quizá le afecten y mediaticen menos que a los pacientes a los que atiende, pero no le son ajenos, no es incólume a ellos. Si queremos saber, por tanto, cuáles son los males que aquejan a la escucha de los analistas, hemos de conocer los que asaetean a sus escuchados. No sólo porque uno sea el espejo del otro, sino porque ambos, desde los dos lados del espejo, son replicantes de expresiones patológicas de una temporalidad que en todos se encarna y a todos afecta en diferente cuantía y gravedad.

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