1. En los estados democráticos, no existe el derecho de un territorio (o de la sociedad que lo habita) a separarse del estado al que pertenece. Existe, como máximo, el derecho del estado a conceder a uno de sus territorios el derecho a decidir si quiere separarse. Por ejemplo, los estados soberanos de Reino Unido y Canadá han hecho uso en época reciente de ese derecho soberano a concedera una parte de su pueblo el derecho a decidir si quieren constituir un estado soberano independiente; la mayoría de los demás estados democráticos con reivindicaciones independentistas de mayor o menor intensidad dentro de sus propios territorios (Francia, Bélgica, Dinamarca, Alemania, Italia, Finlandia…) han decidido soberanamente, y con exactamente el mismo derecho que los dos primeros países citados, no conceder ese “derecho a decidir” a una parte de sus ciudadanos; de hecho, en la mayor parte de los casos lo han decidido de la manera más soberana posible: negándose incluso a que se plantee la cuestión. Es más, la mayoría de las constituciones democráticas ni siquiera reconocen al propio estado ese derecho, aunque en general podrían ser enmendadas o reformadas para reconocerlo expresamente, y aunque quizá en algunos casos podrían ejercer el derecho a organizar referendums de autodeterminación sin necesidad de modificar sus constituciones. Pero, insisto, en ningún caso hay algo así en la legislación internacional como “el derecho de un territorio a separarse unilateralmente del estado (democrático) al que pertenece”. Conviene recordar una vez más que todas las resoluciones de Naciones Unidas sobre el derecho de autodeterminación de los pueblos se refiere a los procesos de descolonización, y ni siquiera afectan (por el famoso “principio del agua salada” formulado por el Consejo de Seguridad, que estableció que las resoluciones relativas al derecho de autodeterminación solo afectaban a los territorios ultramarinos de las metrópolis coloniales) a casos mucho más flagrantes que lo que pueda ser el de Cataluña en los mejores sueños de los secesionistas, como son los pueblos “indígenas” que viven dentro del territorio de un Estado (p.ej., en Estados Unidos, Brasil, Australia o Finlandia).
  1. Plantear la lucha de los secesionistas catalanes por la independencia como un ejemplo o continuación de pasadas o no tan pasadas “luchas por la libertad” (la liberación de las colonias, de los esclavos, de las mujeres, de las ex-repúblicas soviéticas, de los judíos, de los palestinos, de los homosexuales, etc.) es, en el mejor de los casos, un chiste de mal gusto. Ver en la sociedad catalana de hoy en día a un “pueblo oprimido” solo es posible desde una mentalidad absolutamente alejada de cualquier principio de realismo. No solo comparten los catalanes los mismos derechos civiles y políticos que cualquier habitante de cualquier región de cualquier país de la Unión Europea o de otros estados, sino que han gozado en las últimas décadas de una cuota de autogobierno muy superior a la de la inmensa mayoría de las regiones de esos estados; tanto, que si Cataluña fuese ahora, por ejemplo, un departamento de Francia, el movimiento independentista se daría con un canto en los dientes por conseguir que el estado francés les concediera una cuarta parte de la autonomía que tienen en España. El control del gobierno autonómico catalán sobre todo aquello que tiene que ver con la “defensa de la identidad catalana” lleva siendo casi absolutodesde las primeras elecciones autonómicas hace ya casi cuatro décadas. El secesionismo es, además, claramente predominante entre las clases sociales más privilegiadas de Cataluña, las que no han tenido ningún problema en disponer de recursos públicos y privados para organizar su vida y la de la sociedad como les ha parecido mejor. Si gente como los Pujol, los Sala-i-Martín o los Llach representan a un grupo social “oprimido”, yo soy Beethoven y Joyce juntos.
  1. A pesar de lo dicho en los dos puntos anteriores, es posible y deseable, por supuesto, una salida dialogada a la situación de tensión provocada por los recientes desafíos de los secesionistas. Pero tiene que estar meridianamente claro que “salida dialogada” no tiene por qué significar “una forma consensuada con el estado de organizar un referéndum de autodeterminación”(aunque, por poder, eso podría estar entre los posibles acuerdos; sólo digo que no hay que asumir que necesariamente tendría que estarlo). El diálogo también tendría que poder servir para que los dirigentes secesionistas se vean incentivados a encontrar fórmulas mediante las que rebajar la tensión social que han alimentado y de la que se han aprovechado políticamente en los últimos años. También deberían asumir que la “negociación” podría incluir, no la cesión de aún más autonomía, sino quizá la devolución de algunas competencias al estado central, o la reorganización consensuada con el estado de algunos aspectos del ordenamiento jurídico catalán. O, lo que sería más razonable, un intercambio de “gestos” en ambas direcciones. En especial, el estado debería exigir que los elementos de autogobierno que se conceden a Cataluña no sean deslealmente utilizados en el futuro para seguir alimentando la fiebre independentista, como lo han sido hasta la fecha, y cualquier acuerdo debería establecer con toda claridad los compromisos que los representantes políticos de Cataluña asumen para garantizar que el ejercicio de la autonomía no va a volver a ser usado con deslealtad hacia el resto de los ciudadanos e instituciones españolas.
  1. En particular, el estado debería hacer valer el hecho de que una Cataluña independiente con más o menos la mitad de su población contraria a esa independencia se enfrentaría a un problema interno muchísimo más grave que lo grave que puede ser para España la existencia de una ligera mayoría independentista en Cataluña. En el muy hipotético caso de que se llegase a negociar la celebración de un referéndum de autodeterminación, ni las preguntas a formular, ni las condiciones en las que el resultado del referéndum legitimase la independencia, habría que dejar que las decidieran unilateralmente los secesionistas. Por ejemplo, para que el resultado fuese válido se podría establecer una participación mínima muy alta (no menor de tres cuartos del censo), una mayoría reforzada para cambiar el statu quo (sutancialmente mayor que un mero 50% de votos favorables a la independencia; cuánto de mayor, ya se vería), y la posibilidad de que territorios catalanes claramente contrarios a la independencia pudieran seguir formando parte del estado español. Y sobre todo, tendría que dejarse establecido con total claridad qué derechos deberían concederse a los catalanes que ahora se oponen a la independencia. Por ejemplo, la independencia de Finlandia, hace ahora un siglo, fue posible gracias en parte a la alianza de los fineses con la minoría sueco-parlante, una minoría muy pequeña (de poco más del 5%), pero económica y culturalmente poderosa, por representar la avanzadilla en territorio finés de la principal potencia en la zona además de Rusia; una minoría, además, que soñaba con que la separación finlandesa del Imperio Ruso podría servir para reintegrar a Finlandia en el estado sueco (al que había pertenecido durante siglos). Pues bien, Finlandia reconoce, desde entonces, derecho a la minoría sueco-parlante no solo a hacer todos los trámites con la administración en sueco, sino a escolarizar a los niños en ese idioma. No dejaría de ser cómico que, bajo una imaginaria Cataluña independiente, los ciudadanos catalanes tuvieran derecho a que el español fuese elegible como lengua vehicular de la enseñanza pública, un derecho del que, por una sorprendente anomalía democrática, llevan décadas careciendo.

Jesús Zamora Bonilla es catedrático de filosofía de la ciencia en la UNED.

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