Sus tentáculos parten de la casa madre en los jardines de Albia de Bilbao y se extienden hasta alcanzar sindicatos, rectorados universitarios, bancos y cajas de ahorro,

 

Cualquiera que esté familiarizado con la vida en el País Vasco sabe que el escenario político de esta comunidad autónoma se puede resumir en dos palabras: ‘el Partido’ y el resto. Dicho de otra forma: el PNV de un lado, y todos los demás del otro. Hace unos años circuló la noticia de que el Partido Nacionalista Vasco se estaba planteando cambiarse el nombre por el de Partido Nacional Vasco. Tal vez se tratara de un globo sonda lanzado desde Sabin Etxea para ver cómo sentaba la propuesta más allá de sus filas, o tal vez obedeciera a una intención más seria. En cualquier caso, no tardaron en desecharla.

Pero la verdad es que no cuesta mucho entender por qué a los jeltzales se les ocurrió esa idea, pese a lo mucho que presumen de su larga historia y su nombre centenario. Realmente no hay nadie más que pueda considerarse como ellos el partido nacional vasco, es decir, el partido vasco por excelencia, el único partido (que no el partido único) que merece ser tenido en cuenta por estas latitudes. Y es que sólo un ciego podría dejar de ver la hegemonía indiscutida que el partido de Sabino Arana ejerce sobre la política y la sociedad vascas de esta segunda década del siglo XXI. Sus tentáculos parten de la casa madre en los jardines de Albia de Bilbao y se extienden hasta alcanzar sindicatos, rectorados universitarios, bancos y cajas de ahorro, empresas más o menos públicas, todos los escalones de la administración, y hasta la alcaldía de la mayoría de los ayuntamientos vascos (o casi), incluidos, por primera vez, los de las tres capitales. Ni siquiera bastiones tradicionales del PSE/PSOE como la margen izquierda del Nervión, o del PP como Vitoria y todo lo que hay al sur de ella hasta el Ebro escapan ya a su control.

Sí, realmente el viejo partido del lema JEL disfruta de su mejor momento desde que “aita Sabin” lo fundara allá por las postrimerías del siglo XIX. Es como si por fin empezara a cumplir su “destino manifiesto” de ser la fuerza rectora y primerísima de las tierras vascas. Y nadie sabe mejor que ellos qué deben hacer, o más bien que no deben hacer, para seguir disfrutando de esta privilegiada situación: huir de radicalismos formales y apostar por hacer las cosas poco a poco, sin perder las formas. Bien aprendida tienen la lección de los años de Ibarretxe: nunca es buena idea poner todos los huevos en la misma cesta y echar a correr por un camino que ni siquiera todo el partido quiere andar. Y por si no hubieran aprendido ya con su propia experiencia, ahí tienen el ejemplo de Cataluña como muestra de lo que pasa cuando uno se empeña en echar un pulso que no puede ganar. No, es mejor ir avanzando paso a paso y sin cerrarse puertas con Madrid, el eterno enemigo.

Esta semana concluirá en el Parlamento vasco el debate de la ponencia encargada de exponer sus conclusiones sobre la reforma del Estatuto de autonomía de 1979, la gran promesa del gobierno de Urkullu. Lo que se va conociendo de ese nuevo Estatuto parece tan maximalista y tan alejado de la forma pausada de proceder del PNV desde la marcha de Ibarretxe que, o bien se debe al hecho de que el partido ha dejado el proyecto demasiado en manos de la izquierda abertzale de Bildu (dada la indiferencia de PP, PSE y, en menor medida, Podemos), o bien los jeltzales han pensado que tampoco deben limitar mucho lo que no deja de ser un texto provisional.

 

Que el PNV rehúya la crispación y la vía directa a la independencia no quiere decir que haya renunciado a esta meta.

Pero sea por el motivo que sea, no debemos confundir la moderación en las formas con la moderación en los objetivos. Que el PNV rehúya la crispación y la vía directa a la independencia no quiere decir que haya renunciado a esta meta. Alguien desempolvó el otro día en Twitter un artículo de Iñaki Anasagasti (quien tampoco es precisamente uno de los más radicales de su partido) del año 2005 en el que el veterano senador de la cortinilla sobre la calva explicaba que frente a las prisas de la izquierda abertzale en la Transición, ellos habían apostado por unas formas más transigentes y graduales (y más incruentas), o por decirlo con la ilustrativa metáfora que usaba él, unos habían pretendido “comerse al elefante” de un bocado, y otros, “a trozos […] Roncha a roncha, se acababa con el salchichón”. ¿Y qué elefante o salchichón es ese al que Anasagasti se refiere? Él mismo nos lo aclara: “Se tenía claro que la meta era comerse todo el elefante, es decir, lograr la soberanía vasca”.

Es cierto que estas palabras están escritas en plena era Ibarretxe, y que Anasagasti, el termómetro de su partido, se limitaba a hacer lo que suele: reflejar la opinión, la situación ideológica, del PNV en cada momento de su historia. Pero cualquiera que conozca a esta formación, sus famosas “dos almas” y su aún más célebre “péndulo patriótico”, sabe que no debe llamarse a engaño con las formas tranquilas y moderadas del partido desde 2009 acá. Los resultados de la ponencia del nuevo Estatuto lo prueban: lo que ha cambiado es el método, no el objetivo último. “Había una meta pero también una estrategia y sus tácticas. La roncha o el bocado”. De todos los principios que Sabino Arana legó a los suyos –la raza, la reivindicación foral, el integrismo religioso, el ruralismo, el antiindustrialismo– sólo uno permanece en pie, irrenunciable, plenamente vigente en nuestros días: la independencia. Si el partido alguna vez se ha visto tentado de lograr este objetivo “de un bocado”, hace tiempo que volvió a su habitual táctica de la “roncha a roncha”. Sobre todo porque la primera de estas “maneras de lograr la independencia […] puede ser la lucha armada. Inmoral. Indecente, impropia, rechazable y además perdedora, ¿o no?. [se ha respetado la puntuación del  autor]”. Y el PNV no es un partido acostumbrado a perder.

 

¿Que el PNV no recurriera al terrorismo para lograr la independencia hace de ésta un fin legítimo?

Se impone una reflexión final al hilo de esto: el fin no justificará los medios, como ETA defendía, ¿pero y los medios el fin? Es decir, que la estrategia legalista y pacífica que el Partido Nacionalista Vasco adoptó en la Transición resulte mucho más legítima para un demócrata (o para cualquier persona decente) que la apuesta por la violencia de la izquierda abertzale ¿legitima el fin que buscaba esa estrategia, que era el mismo o muy similar al de la otra, como si la legitimidad de los medios se extendiera al fin anhelado? ¿Que el PNV no recurriera al terrorismo para lograr la independencia hace de ésta un fin legítimo? Es de suponer que la respuesta a esta duda moral dependerá de las opiniones políticas de cada uno, o por seguir citando a Anasagasti, de las ganas de cada cual de “comerse al elefante”. En el caso de muchos ciudadanos vascos esas ganas brillan por su ausencia. Le conviene a un PNV en la cresta de la ola no perder de vista este hecho.

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