Se dice que nadie debería pasar su vida sin haber escrito al menos un libro. También conocida, aunque menos popular, es esa reflexión que tiene más que ver con la calidad literaria y la satisfacción personal que con el simple hecho de cumplir con esa regla básica –y comercial– del buen vivir, que nos habla de aquellos autores que se obsesionan con sus novelas en ciernes hasta tal punto de no llegar a verlas nunca concluidas porque nunca son lo suficientemente buenas. A lo largo de la historia de la literatura hay numerosos casos de escritores que no alcanzaron el epílogo de su ficción; casos que son más llamativos hoy día, cuando, gracias a las redes sociales y al acortamiento de la distancia virtual entre narrador y lector, podemos conocer prácticamente de primera mano cómo se está llevando a cabo el proceso de creación literaria.

El cordobés Luis de Góngora planeó escribir cuatro partes de sus famosas Soledades, que se correspondieran con las cuatro etapas de la vida de un hombre. Ni tan siquiera llegó a concluir la segunda, y aunque no tenía cuenta de Twitter para anunciar el fracaso de su empresa, sus seguidores aún hoy nos seguimos lamentando de que la piedra Roseta de la lírica tuviera un final tan abrupto. Unas décadas antes, la muerte sobrevino al bueno de Garcilaso de la Vega sin que pudiera darle forma a su compilación poética. Una escala y un inoportuno asalto impidieron que su obra se asemejara más a la corriente petrarquista –trending topic– que recorría nuestra nación por aquella época.

Sin salir de la etapa áurea de nuestras artes, no menos famoso es el caso de don Miguel de Cervantes, que a punto estuvo de no ver concluida la segunda parte de las aventuras de su famoso y escuálido hidalgo. Sólo gracias al apócrifo de Avellaneda, cuya autoría es aún desconocida, Cervantes se vio obligado a quemar etapas más aprisa de lo que habría deseado. Lo que a la postre significó un hito para la literatura española y universal, en un principio fue visto como una afrenta y un intento de desprestigio para el escritor alcalaíno. Bendito apócrifo, que propició la publicación de la segunda parte del Quijote unos meses antes de la muerte de Cervantes.

Siendo algunos de los citados los más notables ejemplos de obras y empresas inconclusas, no pasamos por alto que al hablar de escritores que amenazan con no cerrar sus grandes creaciones el primer nombre que se nos viene a la cabeza es George R.R. Martin, autor de la archifamosa saga Canción de hielo y fuego. El bueno de Martin no se ha caracterizado nunca por la fluidez de su pluma, menos aún con tanto ajetreo comercial y tantos compromisos publicitarios. La sola idea de que la historia de los Targaryen y los Stark pueda quedarse a medio camino nos hace preocuparnos más por las analíticas del escritor norteamericano que por las de algunos de nuestros parientes más cercanos. Y es que los aficionados a la literatura de fantasía ya conocemos qué significa que nuestro paladín pierda la salud en pleno proceso de escritura. Robert Jordan, autor de la saga La rueda del tiempo, falleció en 2007, dejando pendiente el último tomo –¡el último tomo! – de la historia. Por suerte para las legiones de aficionados sumidos en las penumbras, Brandon Sanderson (Nacidos de la bruma) fue elegido para recoger el testigo de Jordan y cerrar la historia a partir de los propios manuscritos de su creador.

Más allá de títulos falsamente firmados por otras personas o libros que se conciben y concluyen en pocos meses, la creación literaria es un proceso que exige una fidelidad y una implicación que muchos autores pagan con su salud y, en algunos casos, con la obsesión. No pasan desapercibidos los casos de J.K. Rowling, cuyo universo harrypotteriano fue su tabla de salvación en una etapa gris, o de Ana María Matute, que sufrió una depresión que acompañó el proceso de creación de Olvidado Rey Gudú durante dos décadas.

La intrahistoria de cada obra suele ser más reveladora que las propias páginas del tomo que tenemos entre las manos. Uno puede escribir un libro como el que planta un árbol, pero la literatura de calidad se encuentra en aquellas historias en la que no sabemos discernir realidad de ficción. En las historias que nos hablan también de su proceso de creación y nos enseñan que un trocito del alma de su autor se encuentra la ficción de la que somos partícipes. Esas historias, inconclusas o no, no nos dejarán nunca.

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