Wang Xiaoshuai consigue en 185 apasionantes minutos de metraje, una obra conmovedora, que además muestra con notable excelencia, una visión fidedigna y de enorme interés, sobre los cambios que se han ido produciendo en China durante tres décadas. Lo hace a través de la ficción, del seguimiento de varias familias durante treinta años, personajes forjados en los tiempos de la Revolución Cultural, hasta nuestros días. Pero no es solo una narración social o antropológica, cuenta además todo el sufrimiento humano y los girones y heridas morales de los personajes, fruto de las restrictivas políticas de planificación centralizada. La medida del hijo único decretada por el gobierno chino en 1978, que estuvo vigente hasta 2015. Prohibiciones de tipo moral como el baile, la música ligera o los encuentros festivos, considerados formas de libertinaje. Despidos masivos de empresas estatales que eran improductivas y obsoletas. Toda una semblanza dura, emocional y sufriente, de las mil y una penalidades que ha tenido que soportar el pueblo chino que transitó desde la imposición del pensamiento único, las purgas, la economía planificada y el culto a la personalidad de Mao, al confuso sistema actual en el cual los emprendimientos privados, el enriquecimiento y el desmedido consumo son ya una realidad palmaria, aunque difícil de entender en occidente.

Tanto la dirección como el guión de Wang Xiaoshuai, éste último compartido con Mei Ah constituyen un alarde de buen cine que apuesta por una forma de melodrama familiar moderno. Xiaoshuai se sumerge en la vida de unas familias heridas, que sobreviven a pesar del dolor que arrastran. Dolores producidos por la obligación de abortar en caso de que la madre ya tuviera una criatura; sucesos infantiles desgraciados que provocan accidentalmente la pérdida del único hijo y la descomunal desdicha que esto significaba; la marcha de los hijos que ya quieren buscar otras opciones más allá de unos padres anclados en el comunismo y en una austeridad que ya no se lleva; la omnipresente y alegórica agua inundándolo todo como símbolo de vida, pero también de destrucción; y a veces, la lenitiva y casi desapercibida música de Dong Yingda, capaz de remover las entrañas.

Xiaoshuai se decanta por la estética frugal de una película de gestos mínimos, momentos humildes de calado y una ponderada semblanza de la vida, dibujada con la fotografía realista de Kim Hyun-seok en tonos marrones, en ocasiones opresivos; movimientos de cámara ondulantes y suaves para que lo técnico no enturbie la visión de los aspectos sociales; el factor humano omnipresente en planos fijos, de los cuales la historia toma su aliento. Un montaje no lineal preciso y de gran mérito. Pero lo importante de esta cinta son los personajes, hombres, mujeres, ancianos, niños y jóvenes en una excelsa y clásica narración íntima en la cual Xiaoshuai se revela como un glorioso director de actores. Un puzle de insólita exactitud en las formas; puzle en el cual los acontecimientos se desordenan, se acoplan, se solapan o distinguen el tiempo pasado del el presente, apuntando un incierto futuro. Un trabajo ortodoxo, calculado y preciso.

Es claro que guión y dirección son las coordenadas para que los personajes de un film emerjan y lo hagan verazmente, y que toquen la fibra sensible del espectador. Pero los personajes han de ser encarnados por actores y actrices, y a fe que esta película tiene un reparto vibrante y de enorme calidad. La sobriedad, el aguante de aquellos chinos de los años ochenta tragando sapos y culebras con una actitud impertérrita son llevados a la pantalla por artistas como Wang Jingchun y Mei Yong, inconmensurables, impresionantes como los protagonistas principales; interpretaciones contenidas donde juegan las miradas, los silencios, los gestos, los abrazos; ambos recibieron sendos Osos de Plata al mejor actor y a la mejor actriz en el Festival de Cine de Berlín. Destaco igual a Liya Ai y Du Jiang, con trabajos que son un alarde de repertorio y fuerza. Y acompañando otros actores cimeros como Zhao-Yan Guo-Zhang, Jingjing Li, Xi Qi, Roy Wang o Cheng Xu. Sé que son nombres desconocidos e incluso difíciles de pronunciar. Os recomiendo caramente, que vayáis a verlos en la pantalla, porque cuando se sale de esta película, uno entiende que permanecer anclado a los actores-hollywood, o franceses, o españoles es sencillamente fruto del desconocimiento. Hay vida actoral fuera de occidente y si yo siempre he sido admirador de los actores y actrices británicos o argentinos, ahora me he convertido también en ferviente admirador de los chinos: ¡son todo un lujo!

En fin, una película de las buenas. Sobria pero emocionante. Contenida pero vertiginosa en la que vemos pasar la Historia reciente de China. Templada pero a la vez muy sentida. Aparentemente lenta, o mejor pausada, pero no quieres perderte ni un minuto del metraje, pues todo tiene su interés. Incluidas las miradas, los silencios, las posturas corporales de los protagonistas, los parcos pero sustanciosos diálogos, subtramas que surgen tiñendo de emoción y caminos nuevos que se van abriendo en una narración que en ocasiones parece cerrada sin estarlo. Nuevas historias que surgen por sorpresa; imprevistos, confesiones sustantivas que hacen a la redención, al amor y a la paciencia. Un retrato templado, detallista y conmovedor de una época dura y de unos personajes esencialmente compasivos.

Al final todo confluye y concluye en un cierre perfecto, como ocurre en las buenas obras teatrales o en las novelas cumbre. Solo que lo que estamos viendo es cine, el mejor cine del siglo XXI. Hay vida después de occidente, está el cine asiático y dentro de él una potencia, China, que tiene mucho que decir y aportar al Séptimo Arte.

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