Ahora que un nuevo curso escolar ha echado el cierre hasta septiembre se vuelve a plantear la calidad educativa en muchas de sus facetas. Los focos de interés son viejos conocidos: la idoneidad de los horarios, con tantas horas ininterrumpidas en las que se exige pasividad física a unos alumnos cada vez más móviles y dinámicos; el poco estímulo que se ofrece desde la metodología didáctica, orientada más al bombardeo de conocimientos que a la utilidad de los mismos; o, cómo no, las lecturas obligatorias, si es que existe la capacidad de obligar a alguien a leer.

La lectura, desde los tiempos más inmemoriales y pretéritos, ha sido considerada como una de las más nobles actividades que se pueden llevar a cabo. La formación del hombre siempre ha estado supeditada al balance perfecto entre la absorción de conocimientos y la práctica, desde los presocráticos hasta los positivistas. Por lo tanto, la función hedonista de la lectura se antoja fundamental y necesaria para su perfecta práctica.

Recuerdo mi etapa secundaria como un mar de libros de texto, clases monótonas y una masiva imposición de lecturas, que a mis catorce o quince años ni me iban ni me venían. Apenas empecé a plantearme los beneficios de aquellos instrumentos sagrados de lomo de cartón –gracias a lecturas como Los espejos venecianos, El misterio Velázquez o La isla del tesoro–, cuando tuve que dejar atrás todo atisbo de diversión para adentrarme en aquello que llamaban “los clásicos”. Sin saber cómo ni, sobre todo, por qué tuve que dejar de leer libros que me fascinaban, me entretenían y me enganchaban para pasar tediosas horas con El Lazarillo de Tormes, El sí de las niñas y esa hidra de incontables cabezas que para mí tenía nombre y apellidos: El árbol de la ciencia, de Pío Baroja.

Prácticamente encadenado a ellas trataba de entenderlas y de recordar todos los datos posibles con una prueba escrita en el horizonte. Los exámenes eran el principio y el fin del curso académico, el alfa y el omega del camino que recorría a diario. Y ahí es donde probablemente fallamos. Hoy en día, con la visión y la perspectiva que me ha otorgado el paso de los años y el descubrimiento de una vocación, me sumerjo en esos clásicos antes mencionados y me embeleso de una forma tan profunda y plena que me gustaría volver a aquellos años de instituto para apreciar la belleza de las cosas que se paladean por primera vez.

Por ello, dicen, la experiencia es un grado. Fue con la relectura de la obra de Pío Baroja cuando me cercioré definitivamente de que hay una edad pertinente para cada cosa. Jaime Gil de Biedma decía que teníamos toda una vida para leer Quijotes y Cartas Marruecas, pero sólo un breve período de tiempo en el que novelas como La isla del tesoro, Drácula, Moby Dick y un largo etcétera son capaces de marcarnos para siempre, engatusando a jóvenes lectores y atrapándolos para siempre en ese milenario momento de conexión entre lector y lectura. Ahí nace el placer hedonista, alejado, por descontado, de imperativos y obligaciones.

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