La conversación con uno mismo es cada vez menos frecuente; ese momento, quizá antes de dormir, en el que indagamos sobre las reacciones y emociones suscitadas por las experiencia, un tiempo para identificarnos. Es un proceso de complejidad, al mismo tiempo de construcción y descubrimiento; un proceso individual de identidad que dura toda la vida y cambia con ella. La identidad es un proceso que toma su tiempo.

La reflexión sobre el tiempo ha sido una constante en la historia del pensamiento que busca esclarecer, comprender la realidad y sus límites. Progresivamente el tiempo se ha pensado también de maneras más íntimas y, en nuestros días, se ha convertido en un elemento central del pensamiento social. No es por tanto raro que, ahora que cuesta encontrar tiempo para el pensamiento, se piense el tiempo como un problema práctico del individuo.

En el marco de la identidad individual la literatura ha tenido, a partir de la modernidad, un papel crucial. La literatura, en su narración y verosímil aventura, ha contado siempre con la virtud esencial de hacer vivir al lector una buena cantidad de vidas alternativas; de multiplicar la experiencia y dilatar el tiempo de la identidad. Escondido tras las máscaras de los personajes más diversos un lector es capaz de explorar sus emociones, su temperamento o su moral.

Nadie discute que nuestro presente es históricamente el más lector, no obstante abunda la lectura fragmentaria y técnica, una lectura de comunicación y de inmediatez. Las formas de lectura han cambiado en las estructuras de una sociedad de la eficiencia para la cual el tiempo es eje central.

El tiempo se piensa ahora, en relación a la identidad individual, desde la perspectiva del ataque a un cogito que creíamos inviolable y que se ve enflaquecido por la falta de sustrato. El individuo experimenta, quizá más bien asimila, menos vidas en sus lecturas; a la vez, en su propia vida, el tiempo se sucede raquítico en su afán por la eficiencia productiva.

El pensador contemporáneo Byung-Chul Han ha indagado en el problema social de la eficiencia productiva, situando el tiempo en su lugar. Con una mirada discursiva, La sociedad del cansancio – editado por Herder Editorial- ha servido al ensayista surcoreano para reflexionar, de la mano de autores como Sennet, Nietzsche o Gadamer, acerca de la liviandad de una vida acelerada en un orden socio-económico basado en la productividad.

Una lectura muy recomendable que nos permite comprender de qué manera, con la aceleración de las sociedades occidentales – posibilitadas por la tecnologización-, sucede una transformación cultural que interfiere con la identidad individual. La identidad del individuo se transforma en la de un individuo productivo, y la productividad se mide, se calcula, siendo el tiempo una de sus principales variables. Lo más alarmante que descubriremos en este volumen es como, en gran medida, ejercemos la coacción productiva sobre nosotros mismos.

Este cambio en la identidad llena el significado de los tiempos muertos con referencias a la ociosidad, a lo inútil. Integrado en esta identidad, el individuo procura organizarse para evitar los tiempos muertos, los tiempos que permiten pensar, asimilar y decidir.

Confabulamos contra el aburrimiento y engranamos los tiempos de espera en pos de una constante eficiencia en todos los ámbitos de la vida. El trabajo, el transporte, la comunicación… son tareas irrenunciables que encajar en el puzle de un tiempo finito. Bajo este tempo, nuestra identidad se arriesga a perder gran parte de lo humano; moralidad y creatividad relegadas a un segundo plano frente al desempeño técnico. La identidad se vuelve leve, estratégica pero superficial, banal e inexperta.

La resistencia, por supuesto, se piensa y se lee: desde el aburrimiento, desde las esperas –cuando nos libramos del móvil-, desde los fracasos de la eficiencia productiva, surge la oportunidad de desarrollar una voluntad testaruda, algo más libre. El tiempo se escapa todavía con todas sus posibilidades, y no es descabellado pensar en desaprovecharlo.

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