Parece increíble, pero sabemos más sobre la superficie de la luna que sobre el fondo marino terrestre. Gran parte de lo que sabemos es gracias a la perforación científica de los océanos, que consiste en la recogida sistemática de muestras de las profundidades del lecho marino. Este proceso revolucionario comenzó hace 50 años, cuando el Glomar Challenger, un buque de perforación, navegó hasta el golfo de México el 11 de agosto de 1968 como parte de la primera expedición del Deep Sea Drilling Project.
Me uní a mi primera expedición de perforación científica oceánica en 1980 y, desde entonces, he participado en otras seis expediciones a localizaciones entre las que se incluyen el Atlántico Norte y el mar de Weddell en la Antártida.
En el laboratorio, mis alumnos y yo trabajamos con muestras de estas expediciones. Cada una de estas muestras, que son cilindros de algo más de 9 metros de largo y casi 8 centímetros de ancho, es como un libro cuyo contenido espera a ser traducido. Sostener un cilindro recién abierto, lleno de rocas y sedimentos del suelo marino terrestre, es como abrir un cofre del tesoro que guarda un registro del paso del tiempo en la historia de la Tierra.
En estos 50 años, la perforación científica de los océanos ha probado la teoría de la tectónica de placas, ha creado el campo de la paleoceanografía y ha redefinido nuestra concepción de la vida terrestre al revelarnos la enorme variedad y cantidad de vida que alberga la biosfera en las profundidades marinas. Y aún nos queda mucho por aprender.
Innovaciones tecnológicas
Dos grandes innovaciones han permitido a los barcos de investigación obtener muestras de localizaciones precisas del fondo de los océanos. La primera es el posicionamiento dinámico, que permite a barcos de más de 140 metros quedarse fijos en un mismo punto mientras perforan y extraen cilindros con muestras, uno tras otro, incluso a más de 3 kilómetros de profundidad.
Con esas profundidades los barcos no pueden anclarse. En su lugar, los técnicos lanzan por la borda un instrumento con forma de torpedo llamado transpondedor. Un dispositivo llamado transductor que va instalado en el casco del barco envía una señal acústica al transpondedor, y este emite una respuesta. Entonces, los ordenadores de abordo calculan la distancia y el ángulo de la señal. Así, las hélices del casco pueden controlar el barco para que este permanezca en su posición exacta, inmóvil, contrarrestando la fuerza de las corrientes, el viento y las olas.
Otro problema surge cuando alguna broca perforadora tiene que reemplazarse en mitad de la operación. La corteza oceánica está compuesta por rocas ígneas que desgastan las brocas mucho antes de que estas alcancen la profundidad deseada.
Cuando esto ocurre, el equipo de perforación saca todo el tubo de perforación a la superficie, monta la nueva broca y lo reintroduce en el mismo agujero. Para ello, es necesario guiar el tubo por un cono de reentrada con forma de embudo, que tiene menos de 4 metros y medio de ancho y que se sitúa en el fondo del océano, justo en la boca del agujero perforado. El proceso, llevado a cabo por primera vez en 1970, es comparable a la introducción de un espagueti en un embudo de medio centímetro de ancho situado en el fondo de una piscina olímpica.
Confirmación de la tectónica de placas
Cuando empezaron las perforaciones con fines científicos en 1968, la teoría de la tectónica de placas seguía siendo un tema de debate.
Una de las principales ideas consistía en que en las crestas de las dorsales del fondo marino se había formado nueva corteza oceánica. Allí, las placas oceánicas se habían alejado unas de otras, dejando salir entre ellas el magma del interior de la Tierra. De acuerdo con esta teoría, la corteza debería estar compuesta por material nuevo en las crestas de las dorsales oceánicas, y su antigüedad debería ser mayor en los puntos más alejados de las crestas.
La única forma de probar esto era a través del análisis de sedimentos y muestras de roca. En el invierno entre 1968 y 1969, el Glomar Challenger perforó siete puntos del Atlántico Sur situados al este y al oeste de la dorsal Mesoatlántica. Tanto la edad de las rocas ígneas del suelo oceánico como la de las capas sedimentarias se correspondía en su totalidad con las predicciones, confirmando así la formación de corteza oceánica en las dorsales y que la tectónica de placas era correcta.
Reconstruyendo la historia de la Tierra
En los océanos el registro de la historia de la Tierra es más continuo que el que encontramos en las formaciones geológicas que hay en tierra firme, donde la erosión y la redeposición causada por el viento, el agua y el hielo pueden alterarlo. En casi todas las localizaciones oceánicas, los sedimentos que más tarde sucumbirán a la presión para transformarse en roca se mantienen depositados en su sitio, partícula a partícula, microfósil a microfósil.
Los microfósiles (plancton) que se conservan en los sedimentos están llenos de información, y eso que algunos no superan el grosor de un pelo humano. Como con otros fósiles de plantas y animales de mayor tamaño, los científicos pueden emplear estas delicadas estructuras de calcio y silicio para reconstruir ecosistemas del pasado.
Gracias a la perforación científica de los océanos sabemos que el impacto de un asteroide mató a todos los dinosaurios no aviarios hace 66 millones de años. Y sabemos que, con el tiempo, nueva vida colonizó el borde del cráter, y que, 30.000 años después, ya había todo un ecosistema prosperando allí. Por otro lado, también sabemos que algunos organismos del océano sobrevivieron al impacto del meteorito.
La perforación oceánica también nos ha enseñado que, 10 millones de años después, la emisión masiva de carbono producida por una abundante actividad volcánica y la liberación de metano causada por el derretimiento de hidratos de metano fueron las responsables de un repentino e intenso calentamiento que dio paso a un evento hipertermal conocido como Máximo Térmico del Paleoceno-Eoceno. Durante este período, hasta el Ártico llegó a alcanzar temperaturas de más de 22 ℃.
La acidificación resultante de los océanos como consecuencia de la liberación de carbono a la atmósfera y al océano destruyó y alteró los ecosistemas de las profundidades marinas.
Este episodio constituye un impactante ejemplo de los posibles efectos de un repentino calentamiento global. Se estima que la cantidad de carbono que se liberó durante el MTPE es casi la misma que la que liberaríamos los humanos si se quemaran todas las reservas de combustibles fósiles de la Tierra. No obstante, hay una diferencia importante, pues la liberación de carbono causada por los volcanes y los hidratos se dio a un ritmo mucho más lento que el de nuestro consumo de combustibles fósiles actual. De esta forma, si no dejamos de emitir carbono, podríamos enfrentarnos a cambios mucho más drásticos en el clima y en los ecosistemas.
Encontrar vida en sedimentos oceánicos
La perforación científica oceánica también ha demostrado que existen aproximadamente tantas células en los sedimentos marinos como en los océanos o en el suelo. Las expediciones han descubierto vida en sedimentos a profundidades de más de 2 kilómetros; en capas del lecho marino de 86 millones de años; y a temperaturas por encima de los 60 ℃ .
Actualmente, científicos procedentes de 23 países organizan y dirigen sus investigaciones a través del Programa Internacional de Descubrimiento del Océano, que, mediante la perforación científica de los océanos, recoge rocas y datos de los sedimentos del suelo marino y monitoriza determinadas zonas bajo el suelo oceánico. Los cilindros de muestras están aportando nuevos datos sobre la tectónica de placas en relación a las complejidades de la formación de la corteza oceánica y la diversidad de la vida existente en las profundidades marinas.
Esta investigación es cara y requiere grandes esfuerzos tecnológicos e intelectuales. Pero solo a través de la exploración de las profundidades marinas podremos recuperar los tesoros que allí se esconden, y comprender mejor su belleza y su complejidad.
Suzanne O’Connell, Professor of Earth & Environmental Sciences, Wesleyan University
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.