La contraportada de Pyongyang, de Guy Delisle, dice textualmente “El mejor documental que se ha hecho sobre Corea del Norte es una historieta”. Nosotros no podemos decir que sea mentira.
El autor quebequés nos cuenta a través de sus viñetas su periplo de “dos meses de buenos y leales servicios” trabajando en un estudio de animación en la capital de Corea del Norte. Lo hace de una manera tranquila, sosegada, cómica, fijándose en lo cotidiano y en las anécdotas que genera el choque de los habitantes del país más hermético del mundo con un autor viajado, irónico a veces e ingenuo en muchas ocasiones.
El talento del autor se demuestra en algo aparentemente sencillo: Guy nos habla de la sociedad norcoreana, de sus contradicciones, de cómo diversas empresas internacionales se sirven de los bajos costes de la mano de obra de Pyongyang para hacer negocios, de cómo diversas ONGs se negaron a seguir trabajando en el país debido a que los gerifaltes del régimen se quedaban con las ayudas… pero también nos cuela sus recuerdos y nos cuenta los secretos de su gran pasión y oficio, la animación.
Las páginas se deslizan rápidas ante nuestros ojos y entre nuestras manos. Las viñetas son casi cinematográficas y el estilo caricaturesco, casi infantil, de Delisle hace que nos metamos en la historia pero también que, una vez finalizada la lectura, recordemos los distintos episodios de este viaje como si lo hubiéramos vivido nosotros mismos. De igual manera asumimos casi sin darnos cuenta una estupenda lección sobre lo que supone en la vida cotidiana de los norcoreanos el culto al líder, el poder de la propaganda y esa curiosa mezcla de predestinación, política y creencia casi religiosa que es el pensamiento Juché.
A menudo nos encontramos con escenas en las que personajes de trazos sencillos se encuentran ante solemnes edificaciones o monumentos dibujados al detalle, casi siempre solitarios o a oscuras; pero cuando vemos multitudes sus integrantes están trabajando o caminando sin rumbo fijo, como sombras. El individuo sólo se nos muestra de manera detallada cuando a Delisle le llama la atención que una persona esté barriendo una carretera, segando con una hoz una extensión de terreno gigantesca, recorriendo los enormes pasillos de un hotel cazando un insecto con un cazamariposas, oyendo una terrible música que no es pop inocente y superficial sino propaganda o sonriendo de manera tensa cuando el autor intenta, en vano, que una mujer escuche un poco de reggae.
No vemos indignación ni vehemencia, al fin y al cabo debemos recordar que Delisle fue a trabajar y tenía que andar con mil ojos. Las veces que se siente harto trata de callárselas y las veces que está a punto de meterse en problemas con la autoridad lo hace por accidente, por nimiedades como querer dar un paseo en solitario por la ciudad, por escuchar jazz en el trabajo o – ¡anatema! – por querer regalar a su intérprete un ejemplar de 1984 .
Esa tensión es constante, especialmente cuando se nos muestra a Delisle yendo de acá para allá con sus guías-intérpretes-niñeras, preocupados por hacer ver al dibujante que Corea del Norte es moderna, feliz y abanderada del progreso. La pregunta que nos hacemos es evidente: ¿realmente creen en el régimen o están interpretando un papel no de cara al turista extranjero sino ante sus propias autoridades? Es difícil saberlo.
¿Cómic humorístico?, ¿costumbrista?, ¿distópico?, ¿social?, ¿guía de viajes? Pyongyang tiene muchas lecturas y es lo mejor de todo. Hace que quieras profundizar en el tema e informarte más acerca de lo que ocurre en el país y cómo es su sociedad. De hecho, al ver documentales, al leer libros y ver cómo también se menciona en otras fuentes conceptos que hemos “aprendido” con Delisle sentimos esa grata sensación de haber sido testigos de una buena historia real.
Lo que ya no es tan grato, lo que realmente asusta, es darse cuenta de cómo se ha convertido en cotidiano lo que en cualquier otro país del mundo se consideraría absurdo y aberrante.