¡Están locos estos romanos!

Obélix, el irreductible devorador de jabalíes que, junto con Astérix, defendía su pequeña aldea gala del invasor romano, nunca pensó hasta qué punto tenían razón sus palabras. Después de leer la espléndida novela Yo, Claudio de Robert Graves, no me queda más remedio que darle la razón al bueno de Obélix, e incluso diría que se quedó corto.

Los aficionados a los mitos clásicos sin duda conocerán o habrán oído hablar de Robert Graves. Este escritor británico se destacó por su tremenda erudición y su estupenda compilación de mitos griegos, además de publicar novelas bien documentadas y de gran calado. Entre ellas, la más conocida es la que nos ocupa, Yo, Claudio (1934), pero no sería de extrañar que hayan oído hablar también de su continuación, Claudio, el dios, y su esposa Mesalina (1935), o de El conde Belisario (1938).

La novela es una supuesta autobiografía de Tiberio Claudio, emperador romano entronado en el año 41 d.C. que nunca quiso ese título y ningún otro y que, por azares del destino desarrollados magistralmente por Graves, se lo encontró de frente. El mismo Claudio se presenta así: Yo, Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico Esto-y-lo-otro-y-lo-de-más-allá (porque no pienso molestarlos todavía con todos mis títulos), que otrora, no hace mucho, fui conocido de mis parientes, amigos y colaboradores como ‘Claudio el Idiota’, o ‘Ese Claudio’, o ‘Claudio el Tartamudo’, o ‘Cla-Cla-Claudio’, o, cuando mucho, como ‘El pobre tío Claudio’, voy a escribir ahora esta extraña historia de mi vida. Con semejante introducción, uno ya se espera el tono con el que se va a desarrollar la novela, pero esta hilarante presentación de sí mismo esconde en realidad un relato de luchas intestinas y sangrientas intrigas dentro de su propio entorno de las que posteriormente tuvo conocimiento gracias a su condición de emperador.

Si bien la novela no se estructura en partes, sí que podemos diferenciar tres bloques coincidiendo con los reinados de tres emperadores: Augusto, primer emperador romano después de la dictadura de Julio César e hijo adoptivo del mismo; Tiberio, hijo de Livia Drusila (abuela de Claudio y personaje muy importante en la novela); y por último Calígula, hijo de Germánico (hermano de Claudio).

Claudio creció en medio del desprecio de su propia familia que lo creía idiota, debido a sus continuos tartamudeos, además de sufrir de salud delicada, lo que aparentemente le convertía en un inepto para cualquier tipo de cargo administrativo (¡oh, ironía!). Sin embargo, su intelecto no estaba en absoluto mermado, y se interesó por la historia en su adolescencia. Tuvo como preceptor a Tito Livio, famoso historiador que había escrito sobre la historia de Roma desde su fundación por Rómulo y Remo.

Livia, abuela de Claudio y esposa de Augusto, tuvo que cuidarlo debido al rechazo de su propia madre, que se avergonzaba de él. Livia es perfilada por Graves como la auténtica gobernante en la sombra de las legislaturas de Augusto, su esposo, y de Tiberio, su hijo, los cuales eran poco menos que marionetas bajo su control. El retrato que nos muestra de Livia es de una persona intrigante, calculadora, profundamente influyente y extremadamente peligrosa, que acaba convirtiéndose, sin pretenderlo pues odiaba a su nieto, en pieza fundamental del camino de Claudio hacia su no buscada gloria.

La historia que cuenta Claudio es prácticamente una cronología de sucesos de su etapa pre-imperial, comenzando en su niñez y finalizando en su coronación. Se dedica a relatar, como un mero espectador que apenas ha tenido protagonismo en ellas, innumerables intrigas, traiciones y ambiciones de los tres emperadores que le antecedieron. En el caso de Tiberio, pone especial hincapié en su doble cara con el pueblo y con el Senado, y la crueldad de la que hizo gala, en connivencia con su madre Livia, para entorpecer el ascenso al poder de Germánico, su propio hijo adoptivo y hermano de Claudio.

Pero la etapa de Tiberio no es nada comparada con la de Calígula, hijo de Germánico. Niño mimado y consentido desde pequeño, desarrolla una megalomanía que le lleva a autoproclamarse dios y a pelearse con otros dioses. Es la parte más hilarante y a la misma vez brutal del relato, tanto por las locuras de su convencido estado divino (llega incluso a enviar a su ejército a pelear contra el mar por su enemistad con el dios Neptuno) como por su absoluto desprecio por la vida de los demás.

La clave de que Claudio sobreviviera a tanta barbarie tan cerca de su entorno se la da una de sus esposas, Calpurnia, cuando le dice: La gente no mata a sus bufones. Son crueles con ellos, les asustan, les roban, pero no los matan.

Yo, Claudio tuvo una conocida y exitosa adaptación televisiva en 1976 para la cadena británica BBC de la mano de Herbert Wise, con Derek Jacobi en el papel de Claudio.

En definitiva, a pesar del tiempo que ha pasado desde su publicación, Yo, Claudio no ha perdido ni un ápice de su fuerza y de su interés, siendo una obra de las que se disfrutan degustando cada frase, cada palabra, y nunca es tarde para recordarla y, por supuesto, para recomendarla.

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