Gaucín (Serranía de Ronda)

Esta serranía está repleta de pueblos blancos adaptados a la roca. Recibidores de nubes atlánticas, vientos africanos y escritores románticos del XIX. Nunca oiréis de catástrofes naturales sorpresivas en lugares como estos. Aquellas gentes históricas adaptaban su futuro a los sucesos del pasado. Cuidaban las historias orales, que permanecían casi impolutas, a pesar del paso de los siglos. Algunas veces se tornaban en leyenda, como la Guerra de Troya o la vuelta de Ulises a Ítaca. No fue hasta que en 1873 Schliemann nos sacó de dudas, con su descubrimiento de Troya, cuando todo cobró sentido, pasando a ser sucesos históricos. Homero los había rescatado de la tradición oral, ese archivo sagrado al que acudían los gobernantes de un enclave cuando tenían que tomar decisiones. Esos jefes tribales…

 

Pocos miradores hay en el mundo como este, desde donde se divisa con tanta claridad el espacio entre dos continentes. Y pocos, también, enclavados en un ecosistema natural tan respetado por la despiadada mano del hombre. Cuán diferente habría sido nuestro entorno de haber sido más respetuosos con nuestra herencia recibida. Si hubiéramos escuchado a los jefes tribales en vez de aislarlos en un rincón… Hemos olvidado que ya estaban estas rocas y estos árboles cuando evolucionamos hacia una especie menos respetuosa con el entorno. También los progenitores de estas águilas que me rodean en los cielos, volando en grupo numeroso, yendo de pico en pico en este castillo que lleva el nombre de ellas. Es el Castillo del Águila, no el Castillo del hombre.

 

Su entrada en recodo, como pude ver en la Alcazaba de Antequera, en el Alcázar de Jimena de la Frontera y tal y como está en mi castillo de Orihuela, nos hace ver del carácter defensivo de esta fortaleza. A diferencia de los árabes, los romanos, pueblo invasor y no invadido hasta bien avanzado el Imperio, no entendían de defensa. Por eso no llamaban frontera al límite de sus tierras, si no “Limes” (límite). Pero esas entradas en recodo, dificultando la entrada al invasor, así como el tragaluz de la puerta, por donde recibían a los inquilinos non gratos con aceite hirviendo u otros presentes, son mensajes del pasado diciéndonos lo que estas gentes sufrieron. Curiosamente, también este castillo explotó por los aires, como el de la antigua ciudad de Uryula… Ya saben, lugares inexpugnables como este o el de mi amada Orihuela.

 

Desconozco la razón por la cual en estos lugares el cementerio se encuentra en la parte superior del pueblo. A veces, como sucedía en Jimena de la Frontera, dentro de la misma fortaleza. Otras, como en Gaucín, en la misma falda del castillo. No me extrañaría que la llanura de este monte hubiera estado en su origen de manera irregular, como las sinuosas faldas que lo ensalzan. En los dólmenes de Antequera aprendí que desde hace miles de años, el ser humano ha adaptado su entorno como le convenía. Lo cierto es que todos, íberos, romanos, visigodos, árabes y cristianos, heredaron esta fortaleza religioso-militar hasta haber llegado a nuestros días en un estado que aún impresiona.

 

Descendiendo por la bajada norte de la fortaleza, me he encontrado con una señora:

-¡Qué sol hace hoy!- me ha dicho.

-Bonito pueblo- le he contestado.

-Sí, pero hay pocos españoles. Muchos extranjeros.

-¿Viviendo?

-Viviendo o de vacaciones.

-Pero el pueblo es grande.

-Antes era más chico, pero desde que hicieron la carretera nueva, han hecho la parte nueva. Antes éramos cabeza de partido, aquí estaban los juzgado, pero se lo llevaron todo a Ronda…

-Con estas cuestas, tiene que estar usted fuerte…

-¡Estas cuestas son muy buenas para el corazón!- me ha respondido la buena mujer, que se ha ido calle abajo, mientras yo torcía para la derecha en dirección a mi auto. A lo lejos, veía a una señora arrastrando un carrito pequeño, de donde salía un tubo.

-¿Qué lleva usted ahí?- le he preguntado, mientras observaba, al ponerme a su altura, que el tubito lo tenía unido a la nariz.

-Oxígeno- me ha dicho, con una sonrisa…

 

Genalguacil, el pueblo museo (Serranía de Ronda)

Francisco Rubio, de profesión artesano. De mirada limpia y fija, se atisba un fuerte apretón de manos en este hombre que tiene la estancia aneja al museo local atiborrada de cachivaches de mimbre, membrillo, esparto, corcho y su producto estrella: el olivo. Comenzó con esta tarea hace tan solo un lustro, más o menos el tiempo que hace que yo empecé a cocinar. “Los primeros los tiré, eran inservibles”, me cuenta. Aún recuerdo mi primera paella, con arroz largo de los chinos, colorante líquido, sartén desgastada de refritos infinitos y un terrible sabor a rayos. Solo pude salvar la carne. Francisco, ni eso pudo salvar de sus primeros canastos de esparto. Sin embargo, impresiona ser testigo de su obra a día de hoy. Pocos dirían que es la obra de un hombre constante y tardío en el arte, que a pesar de su maltrecha artrosis, herencia de una vida dura en la construcción, y su ostensible cojera, le adivino pasando largas horas, a la luz de un candil en los días fríos serranos, navaja en mano, limando las ramitas de olivo que entorpecen la artesanal eficacia de sus maneras. Así hasta crear largos e impolutos aros de madera para sus impresionantes cestos.

 

Francisco me habló del origen de este pueblo-museo. Él cuenta los años para atrás de cuatro en cuatro, por legislaturas políticas. Por eso sabe que hace 24 años que a Fernando Centeno, alcalde entonces, se le ocurrió la idea de invitar a artistas al pueblo para que lo llenaran de esculturas, pintura y obras de todo tipo; a cambio, tan solo, del alojamiento y la comida. Antes de despedirnos, me dijo que él era también soldador y que hay dos obras en el pueblo en donde él participó, en esta locura de arte que solo se celebra en años pares. “Ve a comer a Las Cruces”, me ha dicho. Y yo, que soy de hacer caso a los que más saben, me he dirigido a aquel lugar.

 

“Tiene usted que esperar 20 minutos, la comida aún no está hecha”, me ha dicho la regente del lugar, una mujer vivaz y pequeña, auténtica como el pueblo y el entorno. Al guiso se le espera lo que haga falta, señora. Esperaré, si no le importa, escribiendo mis improntas acerca del municipio que custodia estas bonanzas. Porque a estos sitios, hay que venir sin prisa, con los ojos bien abiertos, los oídos limpios y las ganas dispuestas de absorberlo todo. Solo así se puede degustar en plenitud los chícharos con hinojo, la carrillera tierna como la mantequilla y las natillas caseras con galleta en la base en cuenco de cerámica.

 

El pueblo es una maravilla. Solo en sus calles hay, aproximadamente, unas cien esculturas, dejadas aquí por artistas de todo el mundo. “Pregunta en la puerta del museo Reina Sofía por Genalguacil. todos saben lo que está pasando aquí”, me ha dicho Miguel, su alcalde, en una gustosa entrevista que hemos mantenido más tarde en el museo de la localidad.

“No nos interesa que vengan autobuses de turistas irrespetuosos. Quienes les gusta el arte contemporáneo, saben dónde estamos”. Miguel, un alcalde joven, con un asombroso parecido a Alejandro Sanz (no en vano el archiconocido cantante tiene a sus ancestros por estos lares), ha salido del almacén del museo, en donde andaba trabajando un sábado por la tarde. De esos alcaldes que ya no hay. “Mi partido es mi pueblo”, me ha dicho.

 

Sobre la mesa, un mapa de la localidad, con todas las obras de arte numeradas por sus calles. Le he advertido de la forma que tiene de ave, tal y como está dispuesto en el mapa. Tanto él como la amable y jovial recepcionista del museo me han mirado atónitos. “¡Tienes razón! Pero nadie nos lo había dicho hasta ahora”. Mi entrevista iba encaminada en saber más sobre el artífice de tan magno reto: hacer de un pueblo aislado un museo. Ese fue Fernando Centeno, el alcalde que dio forma a esta locura quijotesca. “Suele venir los fines de semana al pueblo. Si quieres, puedes venir un día a hablar con él”, me ha dicho Miguel amablemente.

 

Nuestra conversación ha tocado a su fin, no sin antes dejarme su tarjeta, con su teléfono personal, para resolver cualquier duda existente. Si es así conmigo, no me quiero imaginar cómo es con sus vecinos… “Los restos árabes del pueblo son las propias casas, que guardan en su interior reminiscencias de otros tiempos”. No creo que haya mejor lugar para estar custodiados… La recepcionista, en ausencia ya del edil, me ha relatado la importancia de este hombre en hacer que aquella locura de Fernando Centeno haya ido in crescendo año tras año. Hay quien pone objeciones en que haya un premio en metálico para el ganador, alejado de aquella idea primigenia de la comida y posada. Pero lo cierto es que Miguel ha apostado sin dudar a hacer que su pueblo sea referencia a nivel mundial con respecto al arte contemporáneo.

“Yo viajo muchísimo. Voy al teatro más que mucha gente. Vivo. Pero mis raíces están aquí, y ni por todo el dinero del mundo me iría”. Miguel Ángel Herrera Gutiérrez, alcalde de Genalguacil.

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