“Nos sentíamos en un tragedia griega”, rezaba La Sexta citando a una exministra de Rajoy, Dolors Monserrat, cuando hablaba de la fecha de aplicación del artículo 155 en Cataluña, ahora hace más de un año, temiendo los peligros venideros de un independentismo exarcerbado dispuesto a animar a oponerse a su aplicación. Temían una hecatombre social, unos paros generales brutales y un infarto económico en el corazón barcelonés, a punto de tornarse, por algún descuido, de algún manifestante o de algún policía, en un drama nacional e internacional teñido de sangre caliente en el suelo asfaltado. Una carrera, un golpe, un porrazo, un cañonazo de agua, una botella de cristal… Bastaba la casualidad, cualquier circunstancias infinitesimal, para que un gesto diminuto creara un drama, una acción muscular una agresión grave, un escupitajo un contragolpe furioso (o la ascensión de un coche a modo de profeta mesiánico una auténtica imagen poética de libertador).

Ocurrió, pues, una campaña de márketing, un film de ciencia-ficción, un espejismo. Nada. Nadie. Todo fue humo vendido, mentirijillas sueltas, promesas cálidas a masas enfervescidas de parte de sujetos desprovistos de responsabilidad y sinceridad. Canciones, bailes, juegos, sonrisas, eslóganes de libertad. Mas a la hora de la verdad, silencio. Declaraciones de independencia antiépicas, miradas bajas, susurros legalistas por lo bajo, cabezas bajadas, saliva tragada con esfuerzo, sudor. Mucho sudor. Sudor burocrático, de dejar pantallas de móviles pegajosas de tanto llamar y mensajear a presidentes y vicepresidentas. Sudor de imaginar a la Fiscalía dentro de unos días. Sudor comprensible, pero intolerable para gobernantes que fardaban de la sencillez de una revuelta popular, que afirmaban estar en el paraíso emancipador, prestos a alcanzar la miel de la autonomía sin españoles.

¿Y qué pasó? Que la caída fue gris. Poco a poco. Trágica como algo cotidiano, como un amor que se engrisece por no regarlo. Avui és la República. Demá? I avui? Nada pasaba. Las banderas de los malvados españoles no caían, las fiestas no eran compartidas por los líderes de los partidos gobernantes. Algo pasaba. ¡O peor! Algo no pasaba: nada estaba teniendo lugar. ¡Nada!

Mas Mas (Artur Mas, el expresidente, entiéndanme) salió en la Sexta el domingo 28 asegurándonos que la declaración de independencia fue ficticia. Simbólica, dicen. Las masas no lo entendieron, parece. No mintieron como bebés con la boca llena de potingues. No engañaron. No fingieron. No estuvieron detrás de un engaño que congeló al mundo entero (sí, al mundo entero, no sólo a un país o a un contienente). No generaron una expectativa para unos terrible y guerracivilista y para otros esperanzadora y victoriosa. No fueron sujetos activos cuando fardaron de hablar en nombre de la cámara como portavoces del pueblo. No. En realidad fueron sujetos pacientes, víctimas, gente malentendida: ellos no animaron a las gentes a caminar ciegas por acantilados puntiagudos con antorchas de esperanza estelada en la mano, no. No aprobaron leyes de desconexión ilegales a sabiendas ignorando avisos del Tribunal Constitucional, parece. No desobedecieron. Fue un malentendido, una broma, una cuestión de perspectiva, una pericia legalista, un simbolito, nada más, amigo. Somos nosotros los equivocados, mesetarios exagerados, que consideramos su comportamiento absolutamente ilegal y voluntario.

Ahora quieren hacernos ver que no auparon y tocaron el hombro de cientos de catalanes exultantes de colores nacionales animándolos a gritar más fuerte, a saltar más y más alto guiándose por un principio infantil de querer más, más, más en un hambre romántica insaciable típica de un infante mimadísimo e idiota. Ahora quieren aparentar ser razonables, guiarse por las corpasisas de la realidad material y sus limitaciones. Cuando ellos deciden se deja atrás la etapa infantil destructora y voraz y se debe tratar al infante con suma educación: olvidan, sin embargo, que, salvo para algunos pedagogos actuales, a los niños muy pequeños que no atienden a razones se les azota, muy ligeramente, pero con suficiente firmeza, en el culete. Y han sido niños muy malos.

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