Hubo un tiempo en que se intentó desleír a un autor tan poco convencional como Ingmar Bergman con sus fantasmas acerca del silencio de Dios y el peso en su vida de una educación protestante, poblada de ángeles y demonios.

Pero Bergman, por encima de todo eso, desafío muchos tabúes todavía presentes en la industria cinematográfica de los 50 y 60 como el temor a la muerte, el horror de la guerra, la locura y la enfermedad, la disgregación de la familia, el amor en todas sus formas y también el peso nefando de algunas máximas heredadas de su formación religiosa a partir de una educación bastante represiva.

Bergman en sus comienzos coqueteó con la comedia y el drama psicológico, pero también se aproximó de forma muy personal al cine de terror, a la sátira social y al melodrama familiar de hondo calado psicológico. El rostro, el primer plano, donde se inscribe no solo el dolor o la alegría sino también una mirada lúcida e irónica sobre su mundo.

Abordó de forma inusual los fantasmas de la sexualidad y las sexualidades diversas, como vemos en filmes como “Persona o “De la vida de las marionetas”, dando voz a la pasión lésbica e incluso llegando a aproximarse a los fantasmas del incesto o los aspectos más oscuros de la psiquiatría al uso.

Hoy se le recuerda por la partida de ajedrez con la muerte en “El séptimo sello”, por los juegos con la memoria y los recuerdos amorosos de “Fresas salvajes”, por la descomposición familiar y la descripción de una agonía y el amor-odio en filmes tan exaltados como “Gritos y susurros”. Pero fue un radical en las formas y en la definición de algunos de sus personajes como demuestran sus trabajos más arriesgados: “La hora del lobo” o “El huevo de la serpiente”, ésta última un fresco social en forma de abismo sobre la llegada del nazismo y sus íntimos fantasmas escondidos en una sociedad decadente, incapaz de exorcizarlos.

Filmes como “Persona” muestran la extraña modernidad, la ausencia de tabúes y su visión de la locura instalada en personajes que no dejan de ser un reflejo de su sociedad y de su época, desde la mudez al grito, desde el perfil a la oscuridad. Otros como “La vergüenza” son intemporales alegatos anti-bélicos rodados con una fuerza expresiva renovada en el cine europeo de los 60 y con una huella indeleble en el cine que trasciende la tragedia personal para llegar al alegato socio-político.

Titiritero capaz de mostrar los lados más oscuros de la relación entre hechos sociales como la religión y la familia tradicional, Bergman se adentró en las sombras más oscuras de la sociedad de su tiempo.

La huella de Bergman en el cine perdurará siempre como una obra maestra y en la cumbre de los mejores cineastas.  Bergman ha sido el ilusionista que nos ha mostrado con gusto lo que nuestros ojos no querían ver, una sociedad decadente y dos sentimientos que la encumbran: la culpa y el miedo.

 

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