Desde su fallecimiento a mediados del pasado mes de marzo, no han parado de sucederse los homenajes a la obra y figura de Stephen Hawking. Varios diarios, por ejemplo, nos informan del reciente descubrimiento de uno de sus últimos trabajos. Stephen Hawking se ha convertido, sin lugar a dudas, en el científico más popular de nuestro tiempo, en el adalid -al menos simbólico- de esa ciencia, por muchos laureada y casi sacralizada, que es la cosmología. Pero la cosmología plantea muchas preguntas: ¿Sabemos exactamente de qué objetos se ocupa y qué la diferencia de la astronomía o de la astrofísica?, ¿qué relación guarda con los saberes físicos y matemáticos?, ¿cuál es la franja de verdad de los grandes modelos cosmológicos?, ¿puede llegar la cosmología a convertirse en la ciencia de las ciencias?

Carlos Madrid Casado, matemático y filósofo vinculado como investigador a la Fundación Gustavo Bueno, trata de responder a estas y otras preguntas en su último libro, Filosofía de la Cosmología, publicado el pasado mes de junio por la editorial Pentalfa. La obra, escrita desde las coordenadas del materialismo filosófico de Gustavo Bueno, no es un texto de divulgación científica, una aglutinadora enciclopedia del actual saber cosmológico, sino una ensayo de filosofía de la ciencia cuyo objetivo será tratar de ver la naturaleza de los problemas que presenta la disciplina así como analizar su estatuto gnoseológico. Para ello, echará mano de la teoría de la cienca del materialismo filosófico: la teoría del cierre categorial; teoría elegida dialécticamente, esto es, al comprobar que, enfrentándola a otras posibles filosofías de la ciencia, su poder explicativo es mayor a la hora de dar cuenta no solo de los diversos materiales de la ciencia en cuestión, sino también de las limitaciones y carencias de las gnoseologías contra las que se desarrolla (agrupadas en tres grandes grupos: adecuacionismo, descripcionismo y teoreticismo).

El libro de Madrid Casado se divide en dos partes fundamentales: Del estrato científico al estrato filosófico y Del estrato filosófico al estrato científico, respectivamente. La primera parte aborda el análisis gnoseológico de las ciencias matemáticas y de las ciencias físicas, saberes estrechamente vinculados con la cosmología y sin los cuales esta no puede ser debidamente comprendida. Un punto fundamental aquí es, partiendo de las ciencias en marcha y de los problemas filosóficos que de ellas se desprenden, la clasificación que ofrece de las diferentes filosofías de la física y de las matemáticas según el peso relativo que le otorguen a la materia y a la forma. Esto último requiere una pequeña puntualización: mientras que para el caso de la física parece evidente que cuando hablamos de materia nos referimos a unos “hechos del mundo” y que por forma entendemos la matematización estos fenómenos, con las matemáticas sucede algo distinto, pues la materia la constituyen los propios grafos matemáticos mientras que la forma, según la tesis del autor, el sujeto matematizante, el matemático que opera conformando ese material sobre el papel o la pizarra. Así, Madrid Casado nos presentará las diversas concepciones históricas que han existido sobre la física (el adecuacionismo de Galileo, el descripcionismo del Círculo de Viena, el falsacionismo de Popper, etc) y sobre las matemáticas (adecuacionismo platónico, formalismo hilbertiano descripcionista, intuicionismo teoreticista de Poincaré, etc) para oponerlas al circularismo gnoseológico propio de la teoría del cierre categorial, según el cual se niega la hipóstatis conjunta de materia y forma (hipóstais presente, de uno u otro modo, en las gnoseologías rechazadas), quedando ambas intrincadas dialécticamente. En el caso de las matemáticas, el circularismo gnoseológico se denomina materialismo formalista, caracterizado por aunar la idea de que las matemáticas son, ante todo, manchas de tinta con su carácter universal, universalidad basada en la repetibilidad de las operaciones por el sujeto corpóreo gracias a la sencillez y artificiosidad de los signos matemáticos.

El último capítulo de esta parte es especialmente significativo por recoger una de las piedras de toque de la teoría del cierre categorial: el hiperrealismo. Por hiperrealismo, como el lector habrá podido imaginar, no se entiende aquí nada relacionado con la corriente pictórica de la segunda mitad de la pasada centuria, sino la idea de que las ciencias no conocen el mundo: lo transforman y lo amplían. La física cuántica, ejemplifica Madrid Casado, es el propio mundo cuántico haciéndose. A este respecto, se rescata la importancia de los aparatos en la ciencia: sin ellos, sin determinados aparatos el electrón o el átomo son inaccesibles. Pero esto no nos lleva a caer en el relativismo en la medida en que esas partículas son invariantes bajo distintos aparatos (ni siquiera algo como el oxígeno, cuya realidad a día de hoy nos parece prácticamente una evidencia, hubiera sido posible sin la campana de Lavoiser). Desde el la gnoseología materialista que defiende el autor los aparatos, pues, no serán una especie de órganos extrasomáticos, sino operadores, que en el caso de la cuántica transforman unas configuraciones microscópicas en otras macroscópicas. El hiperrealismo, además, no tiene solo consecuencias gnoseológicas, sino también ontológicas: la ciencia, como esbozamos antes, agranda así nuestra realidad, transforma nuestro mundo y nos permite, por otro lado, deshacer la falsa disyunción entre naturaleza y cultura: el teorema de Pitágoras, a pesar de tener una génesis espacial y temporal concreta -cultural-, establece una relación necesaria entre términos cuyo carácter, sin ser natural, es universal.

La segunda parte del libro se dedica, stricto sensu, a la cosmología. Consagra unas cuantas páginas a sintetizar una historia de la disciplina, lo cual no está exento de interés en la medida en que, frente a otras obras, no se remonta hasta los filósofos antiguos, sino que, por manejar una precisa definición de ciencia, sitúa su embrión en Laplace, quien a finales del siglo XVIII aplicó la mecánica newtoniana al Sistema del Mundo. El desarrollo, un siglo después, de la astrofísica (centrada en el estudio de la formación y composición de los cuerpos celestes), así como la relatividad einsteniana, serán dos de los hitos fundamentales para entender los grandes modelos cosmológicos del siglo XX. Otro desarrollo teórico de gran relevancia lo encontramos en un artículo del físico y sacerdote Lemaître en los años treinta, que daría lugar a la famosa teoría del Big Bang, fruto de una particular interpretación de la Ley de Hubble (que establece una relación entre el corrimiento al rojo de una galaxia y la distancia a la que se encuentra). A pesar de la aparición de otros modelos, como el estacionario a mediados de siglo, el Big Bang terminaría por convertirse en el modelo estándar desde la década de los setenta-ochenta. Entre los problemas científicos que el filósofo detectará podemos apuntar, verbigracia, que este modelo (conocido como Lambda-CDN) solo es válido a partir del tiempo de Planck porque antes la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica no casan. Y, sobre todo, el problema de la existencia y naturaleza de la materia oscura y de la energía oscura, que conformarían la mayor parte del universo (un 95%) y de las que apenas sabemos nada. O el propio principio cosmológico (que asume la validez universal de las leyes físicas que conocemos de nuestro entorno), cuyo carácter es más filosófico que científico. En general, desde un punto de vista filosófico, un inconveniente que plantea la cosmología es que, al haber un único universo, no caben las inferencias estadísticas (a diferencia de lo que ocurre con las estrellas en la astrofísica) y que carece de referentes fisicalistas con los que operar. Y, si nos situamos en un plano puramente sociológico, no debemos olvidar que la aceptación de la teoría del Big Bang se debe, en gran medida, a su capacidad para ser coordinada con el relato cristiano de la creación, como ya notó Pío XII en 1951: “La ciencia ha conseguido, remontándose genialmente a través de millones de siglos, ser de algún modo testigo de ese Fiat lux del instante inicial […] nos ha provisto de la prueba del principio del tiempo… por lo que la creación tuvo lugar. Por lo tanto tiene que haber un creador; por tanto, Dios existe”.

 

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