[El siguiente texto fue publicado originalmente en Espada y Pluma, revista cultural dirigida por Jorge García Macía. Podéis consultar y apoyar el artículo en este enlace.]

Decidí ver simultáneamente con una amiga la primera temporada de American Horror Story (Falchuk y Murphy, 2011). No esperaba nada en especial de esta serie más allá de entretenimiento sencillo, pero he acabado encontrando una obra mala y aburrida que trata al espectador de manera infantil: la dirección es simple; el guion está repleto de giros y cada pocos minutos te hace una revelación cada vez menos impactante que la anterior; se hacen cortes constantes para pasar de un plano a otro con tal de que no te aburras, sin dejar ningún momento para el reposo o la contemplación. No obstante, a mi amiga le gusta. Y estoy descubriendo en Internet que es una serie muy popular, que gusta a mucha gente joven.

En realidad, no debería extrañarme. American Horror Story es un ejemplo claro de los hijos que engendra la industria cultural contemporánea, donde lo importante no es la trascendencia ni el buen hacer sino el consumo simple, rápido y entretenido de contenido; cuanto más contenido, mejor, en muchos casos. Las grandes distribuidoras, por ejemplo Netflix, hacen una publicidad constante sobre el consumo masivo de series, dando a entender que la forma mejor y más lógica consumirlas sea esa y no la de ver un capítulo de cuando en cuando; en YouTube han surgido canales de literatura para jóvenes que te hablan de lo mucho que leen y de los pocos días que tardan en devorar un libro de mil páginas, todo ello mostrando en el plano una imponente librería detrás de ellos; las bibliotecas de Steam se llenan de juegos durante las ofertas de turno y pasan a engrosar una lista de juegos pendientes.

Aunque en el anterior párrafo estoy apuntando en distintas direcciones, creo que responde a un mismo problema que podemos subdividir en tres: el consumismo, la necesidad de la sociedad actual por comprar compulsivamente, en primer lugar; el consumo cultural sin reposo, en segundo lugar; y el consumo preferente de productos fáciles, en tercer lugar.

El primero de ellos, el consumismo, es uno de los problemas más graves de la sociedad actual; es esa necesidad imperiosa por comprar productos sin pararnos a pensar si los necesitamos y lo que hace apretar los puños a mucha gente cuando los trabajadores de Amazon deciden ponerse en huelga tres días. Comprar es placentero y fácil; las páginas webs nos lo facilitan hasta el extremo de resumir todo el proceso comercial en pulsar un botón. Es, en muchos casos, un remedio paliativo contra la ansiedad, la soledad o el hartazgo del día a día; encontramos aquí un bucle de retroalimentación positivo del que es difícil salir.

El consumismo cultural es otra pata del mismo problema. Probablemente no uno tan preocupante como el consumismo de otros elementos más superfluos, pero la enorme oferta existente hoy en día, en contra de lo que se pudiera esperar, no sirve en todos los casos para enriquecer nuestra cultura personal sino simplemente para enriquecer nuestras bibliotecas, físicas o virtuales. Si todos esos libros, películas o videojuegos no pasan de la estantería a nosotros, a nuestro bagaje cultural, es exactamente como si se hubieran quedado en la tienda (con la diferencia de que nuestros bolsillos están cada vez más vacíos). No obstante, en la era de Instagram, de lo rápido y del cortoplacismo, tiene un efecto más directo sobre los demás enseñar una librería a rebosar de novelas que verdaderamente haber leído y reposado cada una de ellas, ya que es inevitable que el consumo cultural responda a las necesidades sociales.

 

Una vez que hemos comprado o nos hemos suscrito al nuevo servicio de pago, tenemos sin duda la necesidad de consumir. El problema es que muchas veces los productos son más bien deglutidos que saboreados, asumiendo que lo importante es consumir mucho y no consumir mejor. Las marcas aprovechan esta situación y Netflix hace tiempo que apuesta más por la cantidad que por la calidad (a pesar de que encontramos cosas muy interesantes en su catálogo) y normaliza el consumo masivo de sus series. Se da a entender en ciertos entornos que el buen lector es el que más rápido lee y el que pasa las páginas más rápido, no el que mejor asume los temas de la obra o en él dejan un poso mayor. Los videojuegos, por su parte, muchas veces resumen las experiencias a números (niveles, experiencia, dinero virtual, rangos…) sin pararse a pensar en el valor implícito e intrínseco de la experiencia.

El problema llega, en parte, cuando tenemos una oferta tan extensa como la actual. Cada vez los servicios de contenido en línea tienen catálogos más abultados y la publicidad y las redes sociales nos hacen sentir extraños cuando parece que somos los únicos que no están viendo la serie de turno o jugando al videojuego que acaba de salir. Cada día hay más pequeños escritores y pequeñas editoriales que publican cosas interesantes y cada vez tenemos menos tiempo para sentarnos a leer. Cada día se publican más juegos en Steam y, aunque nuestras bibliotecas van sumando juegos, lo hacen a un ritmo mayor del que humanamente podemos consumir. Cada vez hay más series y cada vez las series tienen más temporadas, sean o no necesarias. Pero el problema no es la extensa oferta, el problema es que ante la tormenta hemos de mantener la calma, y eso es muy difícil. No podemos consumir todo; nunca lo haremos. Debemos dejar de lado esa aspiración, tentadora pero inalcanzable. Hemos de, creo, consumir mejor y no más.

El tercer punto se relaciona con el anterior: el contenido se genera para ser fácilmente consumido. Cuando hablaba de American Horror Story lo hacía por parecerme el prototipo de serie deglutible pero no digerible, porque realmente no hay nada que digerir. Es una serie sin nutrientes, a veces sin sabor. Así son la mayoría de las series que se ofertan ahora mismo; todas, además, con unos esquemas muy parecidos, tratamientos visuales casi idénticos y redundantes una y otra vez. En parte, esto es lo que busca el público: lo reconocible y lo fácil. La gente llega cansada y estresada a casa y no le apetece ponerse una cinta de Jean-Luc Godard, sino el capítulo de cuarenta minutos de la serie que ya conoce; ni quiere ponerse con el último experimento jugable que ha salido en itch.io, sino con unas cuantas partidas al juego multijugador de turno.

La mayor parte de las veces queremos que nos entretengan, no que nos enseñen. Yo también quiero entretenerme, pero no siempre. Hay veces que quiero ser educado, porque eso es en esencia la cultura: una herramienta para educar, no solo para hacernos pasar un rato. Nosotros, el público, no somos los únicos responsables de esta situación pero sí las únicas víctimas. Por eso el objetivo de mi crítica no es el público; es absurdo apuntar a unos consumidores específicos cuando el problema es global, subyacente y heterogéneo.

Supongo que, en definitiva, es una cuestión de enfoques: de cómo entiendas la cultura y cómo te relacionas con ella y hasta qué punto. La cultura tiene muchas funciones y todos tenemos el derecho de escoger. Pero cuando veo cómo el montador de American Horror Story cambia de plano constantemente, veo reflejado el espíritu de nuestro tiempo: las prisas, la tensión continua, la necesidad de la estimulación constante. Echo en falta algo más de quietud en la cultura; un punto más de reposo. Porque, a veces, para ver bien el mundo hay que pararse a observarlo.

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