Leí San Manuel Bueno, mártir (Miguel de Unamuno, 1931) por primera vez cuando tenía catorce años. En mi lista de libros obligatorios de 2º de la ESO, la lectura de Unamuno iba después de Marianela (Benito Pérez Galdós, 1878) y antes de La familia de Pascual Duarte (Camilo José Cela, 1942). El día del examen, la profesora nos preguntaba datos sobre el argumento de las obras para asegurarse de que las hubiéramos leído. Así que, más que leer las novelas, teníamos que estudiarlas.
Porque tenemos que asegurarnos de que nuestros adolescentes lean atentamente las obras cumbre de la literatura española (así lo dicen todas las legislaciones autonómicas, dado que las competencias educativas están transferidas). Como ustedes pueden suponer, pasados pocos meses ni yo ni ninguno de mis compañeros recordábamos absolutamente ningún detalle de los libros. Habíamos decidido, lógicamente, que no nos gustaba leer.
Diez años más tarde, ya en la universidad, otro profesor volvió a someterme a la tortura del San Manuel Bueno, mártir. Y así se despertaron los viejos fantasmas del pasado (¡ahora el mártir era yo!). Hice una rápida lectura transversal del texto, un mero trámite para poder “quitármelo de encima”. El día que comentamos el libro en clase, aquel profesor utilizó la novela como base para explicar el existencialismo cristiano y la relación de Unamuno con Kierkegaard. A esa edad, todos sabíamos un poquito más para entender, por fin, dónde radicaba la grandeza de esa obra. Volví a casa y leí San Manuel Bueno, mártir por tercera vez. Lo devoré. Y hoy es una de mis novelas favoritas.
La experiencia me dice que la escuela es una fábrica de lectores atormentados. Si alguien quiere odiar la literatura, lo único que tiene que hacer es ceñirse a ese canon desde niño, un canon redactado y aprobado por políticos. Pero ¿de dónde procede esta forma de acercamiento a la literatura?
La Historia de la Literatura como herramienta económica
Desde la Época Clásica hasta el siglo XVIII, el estudio de la Literatura estaba estrechamente relacionado con el estudio de la retórica y la expresión escrita. Pero la Ilustración, con sus ansias enciclopedistas, empieza a consolidar el concepto de corpus, y la literatura se empieza a percibir como un “conjunto de libros”. Y siempre que estudiamos un conjunto, debemos echar mano de la representatividad. ¿Qué obras concretas tenemos que leer para entender y conocer el conjunto? En fin, la metodología no parece descabellada.
Pero llega el siglo XIX, llega la Revolución Industrial y, con ella, el capitalismo y la primera globalización. Los países europeos necesitan posicionar su producto para hacer frente a las amenazas de la importación. Y así, los escritores se dan cuenta de que no lo tienen tan fácil para vender, que ahora son parte del sistema y que están solos y desprotegidos frente al nuevo mercado universal (el sentimiento de soledad y la quejumbre de los escritores románticos tiene que ver más con esto que con la sensibilidad poética). El precio del papel es muy bajo, la publicación se abarata y la producción industrial garantiza grandes tiradas de libros. De repente, todo el mundo es escritor. Las economías proteccionistas occidentales entran en pánico: ¿qué hacemos para proteger el producto nacional?
Dos cosas, fundamentalmente.
-Primero: favorecer a los escritores que recuperan los grandes mitos nacionales y el folclore popular. El Romanticismo en Europa es un movimiento básicamente nacionalista, que intenta volver a las raíces de la idiosincrasia de cada país, para exaltar ciertos valores nacionales y así “animar” al lector a consumir la cultura autóctona.
-Segundo: intervenir en los planes de estudio. Necesitamos que nuestros niños entiendan por qué nuestra literatura es mejor que la literatura del país vecino (y más aún si el país vecino es una colonia). Por eso, vamos a privilegiar el estudio de la Historia nacional de la literatura (sobre todo de los grandes clásicos) y de la Literatura comparada por encima de la Retórica, la Crítica o la Teoría Literaria. ¿Nos suena de algo?
Un replanteamiento necesario
Hoy consideramos normal que las clases de Literatura a nivel de instituto sean, en realidad, clases de Historia nacional. Nuestro modelo educativo es un modelo obsoleto que nos desconecta de la realidad global y que sigue, tal vez de manera inconsciente, haciendo publicidad de lo nuestro (nuestros escritores, nuestras obras… listas, listas, listas…).
¿Qué efecto tiene esta metodología en la motivación de los alumnos? ¿Es necesario seguir privilegiando las literaturas nacionales? ¿Deberíamos valorar otras formas de acercamiento a los libros?
Un estudio reveló en 2017 que un 53% de los niños de 9 años leen diariamente por placer, mientras que a los 17 años solamente un 19% lo hace. Los tiempos cambian, pero parece que los planes de estudio se resisten a adaptarse al nuevo paradigma, en el que teóricamente reinan la globalidad y la autonomía del alumno.
Tal vez sería interesante empezar a preguntarse de verdad dónde se encuentra el origen de nuestras decisiones y si deberíamos arriesgarnos, por el bien de las futuras generaciones, a enriquecer nuestro horizonte cultural. El gusto por los libros no se adquiere bajo ningún tipo de presión o de restricción a la hora de elegir las lecturas. Se adquiere desde la libertad (tanto de profesores como de alumnos) y desde la perspectiva crítica: ¿qué nos están contando con la literatura?
Leer libros nunca debería ser un fin. Debería ser un medio para empaparnos de pensamiento.
David Navarro Martínez, Doctorando en Estudios Literarios, Universidad Complutense de Madrid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.