¿Una persona de edad avanzada es frágil? Esta palabra, relacionada con la debilidad, hace referencia a aquello “quebradizo y que con facilidad se hace pedazos” o “caduco y perecedero”. Mi parecer, y el de muchos gerontólogos, es que esto no es así.

Prejuicios

La extendida idea de la fragilidad de los más mayores es una construcción propia de la cultura y consecuencia de los prejuicios sociales negativos sobre la vejez. En realidad, hablamos de individuos fuertes que pueden tolerar pérdidas y frustraciones que los más jóvenes no podrían soportar. Si la fragilidad les afecta no es por su edad, sino por otras razones.

Los mayores se ven afectados por enfermedades crónicas como diabetes, hipertensión y artrosis, que requieren una atención personalizada. El médico especialista sabe que debe tomarse un tiempo razonable para hablar con el paciente y dejar que este cuente sus conflictos. Este proceso abarca más que la medicación en sí.

Los tratamientos deben ser rehabilitadores, con el fin de detener el deterioro funcional y así favorecer que estos pacientes afronten con solvencia sus actividades diarias. La razón es que cuando la salud se mantiene, la “satisfacción de vida” aumenta de forma exponencial.

Si la geriatría fuera más común, la salud de los mayores mejoraría. Más que con el exceso de fármacos, que es lo que hoy ocurre. Además, el deterioro funcional es más reversible de lo que se piensa, incluso con medidas sencillas como una buena dieta y algo de ejercicio diario, que fortalecen a las personas longevas.

¿Problemas ‘propios de la edad’?

Otro hándicap son las actitudes negativas que llamamos “viejismo”, ideas que discriminan a las personas mayores. Estas creencias están muy extendidas entre muchos trabajadores sociales y de sanidad, y provocan que las expectativas hacia estos pacientes sean funestas.

Por ejemplo, está muy extendida la idea de que determinados problemas de salud e incapacidad son así por ser propios de la edad, lo cual conlleva una fe nula en su tratamiento. Esto recibe en psicogerontología el nombre de “nihilismo terapéutico”, un fenómeno que impide la recuperación.

La fragilidad también es favorecida por el trato paradójico que recibe la población añosa, a quienes se contempla de manera contradictoria. Por un lado se valoran aspectos que parecen incuestionables, como la sabiduría y la experiencia acumulada. Por otro, se les jubila y convierte en una clase no productiva. A cambio, se sobrevalora lo joven, orientado a la producción y consumo de bienes materiales.

Este tipo de relación dual que se establece entre el colectivo mayor y la sociedad es lo que en psicología denominamos “doble vínculo”. Es un trato paradójico que tiene consecuencias nocivas para la salud psíquica y física, pues es antagónico y ambivalente, y favorece el desamparo y la debilidad, más que la edad en sí misma.

Jubilados que se sienten inútiles

La fragilidad también tiene un origen afectivo y cultural. Según el conocido psicoanalista Erich Fromm, nuestro mundo actual cosifica a la ciudadanía. Así, la persona mayor no se siente a sí misma como portadora activa de las propias capacidades y talentos, sino como alguien empobrecido. Esta enajenación impregna su relación con sus semejantes y consigo mismo.

Según el filósofo alemán, el estilo de vida actual hace que los mayores atraviesen una situación dramática, pues en esta etapa vital la enajenación se agudiza. La persona anciana siente aumentar su dependencia de agentes externos, pierde sus relaciones porque su valor utilitario ha desaparecido y su papel socioeconómico se ha transformado en el de una persona “jubilada” que está fuera del circuito de producción-consumo.

Todo esto, junto con la burocratización de los servicios sociales, médicos y muchos otros, hace que las personas mayores se enfrenten a contextos hostiles. A que los traten como números o cosas dentro de una pirámide administrativo-jerárquica. Sin duda, este es otro importante factor que precipita la debilidad psicofísica de nuestros mayores.

Residencias que aún son asilos

La institucionalización en residencias puede incrementar la vulnerabilidad del mayor, sobre todo si aún mantienen la falta de afecto, el menoscabo de la identidad y la pérdida de la libertad propias de los antiguos asilos. Las consecuencias de estas carencias afectivas y el consiguiente encadenamiento de frustraciones encauzan a los internos por el tortuoso camino de la vejez más incapacitante.

En las instituciones geriátricas asilares la evolución de los internos, abandonados a su suerte, evoca la “clínica de la hospitalización”. La vida en este tipo de residencias complica y agrava el curso de los síntomas de desmotivación, apatía, fatigosidad y repliegue.

Si vinculamos la fortaleza a la salud psicofísica y la fragilidad a lo contrario, podemos decir que el estado de ánimo y la salud de nuestros mayores mejoraría si el trato a esta población fuera más generoso y comprensivo. Esto proporcionaría un mayor grado de bienestar, felicidad y fortaleza personal.The Conversation

Enrique Fernández Lópiz, Profesor Titular de Universidad. Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación (Psicogerontología)., Universidad de Granada

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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