Hoy me desayuno con D. Arturo, literariamente claro. Nada me gustaría más que hacerlo en persona y escuchar de su propia voz, café y tostadas de por medio, sus atinados pareceres frente a muchas de las estupideces que nos pueblan. Si se alarga y llegamos a caña, vermut y tapa ¡pa qué las prisas cartagenero moreno¡. Se despacha el maestro de la tecla – espadachín de la palabra – frente a la feroz dictadura de los tiempos. Más cruenta, más sibilina, más represiva y, aún así, más aceptada socialmente, que cualquiera declarada como tal. La unidad del pensamiento, lo correcto políticamente, la supremacía progre que legitima la aniquilación del disidente.

En folio y medio largo (o corto, si eres seguidor), le planta cuatro certeras estocadas a Dña. Laura Freixas y su convencimiento de que los autores deben ser responsables ante lo que escriben “por si pudieran ser malinterpretados”. A las claras: no vaya a ser que sus relatos se opongan a la doctrina progre imperante. Dicho de otra forma, no vaya a ser que fomenten la capacidad de pensar y, el lector, abra los ojos a la existencia de otra realidad distinta a la oficial. Peligro de muerte. Dibujo de persona atravesada por un rayo, al estilo de las puertas de transformadores de electricidad, en la portada. Dos rombos. Lo que nos faltaba. Un escalón más de bajada al abismo donde nos espera el aborregamiento total.

Y la mente, libérrima o casi (1), ha volado a tiempos pretéritos y no tanto. A los puritanos colonos ingleses que emigraron a Nueva Inglaterra y dejaron tras de sí persecuciones contra Shelley, Byron o Wilde en los siglos XVII y XVIII por no someterse a su verdad absoluta e incontestable. Esos mismos que en Boston, hoy culta y cosmopolita, azotaron a una mujer desnuda con su hijo en brazos por abusar de su libertad de palabra. O los que en Salem, en 1.692, quemaron más de ochenta personas acusados de brujería. Torquemadas de la corrección de sus ombligos. Distintos métodos, mismo fin.

También me he acordado de Fahrenheit 451. En la cuenta del debe de lecturas, y en el haber de películas recomendables (2). En la persecución de los libros y su incineración a cargo de los propios bomberos abjurantes de las obligaciones de su cargo. Puede parecer lejano o no, prefiero no pensarlo mucho.

Esta línea de pensamiento es francamente peligrosa y sólo asoma la patita, cuando venga el torso les veo prohibiendo los diálogos de Platón por peligroso revolucionario, “La Celestina” por proxeneta antifeminista; “El Lazarillo de Tormes” por aprovecharse de un invidente; “Rinconete y Cortadillo” por delincuentes callejeros y timadores de incautos; “Romeo y Julieta” por discriminación rallante en xenofobia; “El Quijote” por mofarse de un discapacitado psíquico y a Quevedo por reunir todos estos defectos y multiplicarlos, sin pudor ni mesura, además de descojonarse de la inmensa nariz de Góngora. Al tiempo.

¡No Pasaran! Decían en Madrid los valientes republicanos, emulando al general Nivelle en la batalla de Verdun, y ya estaban allí. Hace unos meses no salía de mi asombro ante el ataque que la “corrección política” propinaba a Enyd Blyton, por el fondo inaceptable de las aventuras de “Los Cinco” y “Los Siete Secretos”. Los jueces de la moralidad progre veían, o querían ver, patrones de comportamiento sexistas y xenófobos en las andanzas de unos preadolescentes (y su perro) en la tranquila campiña británica. Hay que tener ganas de tocar los pelendengues, estar muy aburrido o totalmente infectado, sin cura posible, por el virus de la corrección conducida. Eso o que estén haciendo méritos para optar a puestos de responsabilidad en la sociedad que se nos viene encima.

Por si de algo sirviera, que lo dudo, leí de joven a Jack London y a Julio Verne, y nunca tuve deseos de viajar a Alaska a buscar oro o capitanear un barco en busca de aventuras; era fan de las aventuras de los “Siete Secretos” y tan normal, oye; Alan Poe me encanta y todavía no me ha dado por matar a nadie y encerrarlo en un barril; admirador de Sherlock y Watson pero no tengo intención de inyectarme cocaína en una solución del 7%; las hazañas de Arimnestos de Platea, de Kineas de Atenas y de Sátiro y Melita (Christian Cameron) me cautivan y no me ha dado por practicar el arte del pancracio; adoro los relatos de Domingo Villar, Carmen Mola y Juan Gómez Jurado y de asesinar ni tentación; Dolores Redondo sólo me ha creado la necesidad de visitar el valle del Baztán; Santiago Posteguillo, José Luis Corral y César Vidal no han aumentado mi agresividad ni un gramo pero sí mi admiración por la historia y su forma de contarla y, por supuesto, D. Arturo, su Alatriste, Pepe Lobo, Ricardo Maraña o el sargento Peláez del 326 de Linea, jamás me han llevado a tomar, ni siquiera, clases de esgrima. Y podría seguir durante un buen rato. Así que no me vengan con correcciones para los demás y dispensas para uno mismo.

Para terminar, habré visto más de veinte veces la sonora bofetada que Johnny Farrel (Glenn Ford) le propina a la española Gilda (Rita Hayworth – Margarita Carmen Cansino), y nunca he sentido ni la más mínima tentación de imitarle, que sí tendría frente al iluminado que pretendiera retirar la escena o dejar de emitir la peli cual puritano inquisidor-censor de la libertad de creación artística.

Algunos libertarios deberían hacérselo mirar por especialista.

 

 

  • “la voluntad es una quimera” Simon Scarrow. Serie de Quinto Licinio Cato.
  • Obviamente, la de 1.966, dirigida por François Truffaut, y protagonizada por Oskar Werner y Julie Christie. Lo único rehecho (remake) que soporto es las sobras del cocido. Con Valor de Ley y los Siete Magníficos casi me da una apoplejía.

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