La política existe porque la verdad no es relativa. Solo a modo de ejemplo: si la verdad fuese relativa, los partidarios de la independencia de Cataluña y quienes quieren que permanezca como parte de España no tendrían por qué discutir; bastaría que unos y otros creyeran mucho en eso que desean, y así los primeros vivirían en un mundo en el que Cataluña es un estado independiente, mientras que para los segundos seguiría integrada en el estado español. Por suerte o por desgracia, la verdad será la que será, y a algunos les hará más felices y a otros menos. La política consiste, precisamente, en el proceso de transformar la realidad (o evitar que se transforme) teniendo en cuenta que los deseos, valores y preferencias son a menudo contradictorios entre sí. Por supuesto, la política no ha solido ser democrática a lo largo de la historia: las aspiraciones de la gran mayoría fueron “tenidas en cuenta” por muchos gobernantes, sí, pero justo para impedir que se cumplieran “en exceso”. Lo que hace un sistema político sea democrático es, sobre todo, el hecho de que las opiniones y preferencias de cada persona no sólo se “tengan en cuenta”, sino que cuenten lo máximo posible: que cada uno pueda reconocerse en las leyes vigentes en su comunidad.

Es por este motivo que la llamada “democracia directa” es, en general, una pésima idea. Oímos habitualmente la queja de que en las elecciones “no todos los votos cuentan igual”, y de algún modo es cierto: algunos partidos obtienen más escaños con un número de votos mucho menor que otros. Pero quienes así se lamentan obvian el hecho de que, en un referéndum, los votos de los perdedores no cuentan absolutamente nada. La democracia directa, entendida de modo radical, no es otra cosa que la dictadura de la mayoría.

Pero existe un problema quizá mayor: las opciones entre las que elegir no son nunca tan simples como un sí y un no. Cada problema político admite muchas soluciones distintas, y en un proceso realmente democrático, cada uno tendría no solo el derecho a depositar su voto, sino también a presentar su propia propuesta legislativa. En este caso, lo normal sería que ninguna propuesta obtuviera más que una proporción insignificante de los votos, y si la más votada se convirtiera en ley, eso querría decir que la inmensa mayoría de los ciudadanos estarán en contra de esa propuesta en concreto (y su voto “no habrá valido nada”). Así, tan importante o más que el poder de votar a favor o en contra de una ley, es el poder de decidir qué propuestas se van a presentar a votación, y ejercer este poder mediante “democracia directa” no haría más que incrementar el caos.

Justo porque deseo vivir en una sociedad democrática, no me gustaría un régimen de veleidosas idas y venidas en cuyas leyes sería casi imposible sentirse representado y en el que estaríamos al albur de los caprichos de un grupo, o pudiéramos someter a los demás a nuestro antojo si tenemos la habilidad o la suerte de encontrar suficientes secuaces. La política democrática es sobre todo el arte de pactar, de tal manera que las leyes sean elaboradas mediante un sistema que la inmensa mayoría reconozca como legítimo, aunque luego cada uno pueda no estar de acuerdo con tal o cual ley. Es por esta razón por la que todas las sociedades democráticas establecen criterios muy estrictos para los procesos legislativos (empezando por sistemas electorales que incentivan la creación de coaliciones, antes o después de las elecciones propiamente dichas), y exigen mayorías políticas y sociales tanto más amplias cuanto más transcendentales son las leyes que se han de aprobar.

Esto debería ser un aviso para navegantes en estos tiempos en los que tanto se clama por reformas constitucionales (empezando por la de crear un nuevo estado independiente): en una democracia, las reglas supremas deben gozar del mayor consenso posible, y esto implica, teniendo en cuenta que hay millones de personas que no compartirán tus preferencias políticas, que casi con toda seguridad tendrás que renunciar a que esas reglas sean justo las que a ti más te gustarían, igual que los demás tendrán que renunciar a satisfacer al máximo sus preferencias. La tentación de romper el statu quo y aprovechar una pequeña mayoría coyuntural para ningunear a los oponentes políticos es lo que cualquier verdadero demócrata tendría que evitar siempre, igual que la tentación de atrincherarse en el statu quo para hacer eso mismo. A día de hoy, la gran pregunta es: ¿tenemos políticos capaces de resistir esas tentaciones y lanzarse a buscar el consenso?

Jesús Zamora Bonilla es decano de la facultad de Filosofía de la UNED.

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