Se habla mucho, en estos últimos tiempos, del consenso y el diálogo como las armas más dignas y nobles para hacer política. Y, si bien es cierto que el amor por el diálogo y el consenso es pregonado por todos, lo cierto es que son bien pocos los que, en esta España nuestra, lo practican hoy, en el mundo de la política. El diálogo no es tanto sentarse a hablar —como les gusta repetir a algunos—, como sentarse a escuchar. Y escuchar no es oír: escuchar es oír con interés. Uno sólo escucha si de verdad tiene voluntad de hacerlo, si está dispuesto a tomar en cuenta las propuestas del otro, las ideas del otro. Para escuchar se requiere humildad: la humildad de ser capaz de rectificar, de cambiar de opinión, de secundar las propuestas de otro, aunque no sean nuestras, porque descubrimos que son buenas. Se habla mucho de diálogo, pero yo aún no he escuchado a un solo político dar la razón en público a otro de otro partido. Se habla mucho de diálogo, pero yo aún no he visto a ningún político cambiar de opinión en esos platós de televisión a los que tanto acostumbran a acudir a predicar —pues a dialogar es evidente que no van— al escuchar las propuestas de un contrario. Hay expresiones que uno agradecería escuchar de vez en cuando de boca de algún político: “hemos cometido un error”, “esa propuesta de tu partido me parece interesante, la consideraré”, “la dirección de mi partido opina esto de ese asunto, yo en cambio, creo que están equivocados”. Podríamos añadir de seguro al menos unas cuantas más.

Esas apelaciones al diálogo, al consenso, no son pues más que estrategias de marketing político. Porque, a la hora de la verdad, el prejuicio ideológico se descubre más eficaz que el diálogo cuando el objetivo no es procurar descubrir el bien para el pueblo al que se sirve y tratar de ponerlo por obra, sino velar por los intereses del propios o del partido, disfrazándolos de algo que llaman interés general, que es lo único a lo que pueden aspirar aquellos que no creen en el bien común. Probablemente una de las mayores trabas al diálogo que existen hoy día en España es el excesivo protagonismo de los partidos en la actividad política y la poca libertad de los afiliados a la hora de defender o dejar de defender las propuestas que consideren sean de un partido o de otro. El hecho de que exista la disciplina de voto es una prueba de la poca voluntad de diálogo que existe en realidad en algunas formaciones políticas (si no en todas ellas).

Cuando la política deja de ser un servicio público para ser un campo de batalla entre partidos e ideologías no hay cabida para el diálogo, porque el que no sabe servir no es humilde, y quien no es humilde no sabe —no puede saber— lo que es el diálogo: un encuentro entre dos personas que ansían hallar lo bueno, lo bello y lo verdadero.

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