El pasado miércoles, las tostadas del desayuno se nos mancharon de tragedia balear. En viendo las dantescas imágenes de lo acontecido en la localidad de Sant Llorenç des Cardassar (Isla de Mallorca), decenas de vecinos anónimos se apresuraron a prestar su ayuda a quien la necesitara. Uno de ellos se hizo notar sobre el resto: Don Rafael Nadal Parera. Lejos de la Philippe Chatrier, no dudó un segundo en empuñar una Redecker para achicar agua de un almacén de la zona. Vestido con su ropa de entrenamiento, acudió volando, y con tez seria, a la zona cero de la catástrofe. Su infinita misericordia no se conformó con la ayuda física, una de las características más llamativas de su tenis. Por el contrario, puso a disposición de los afectados las instalaciones de su club. En ese momento, una ligera capa de líquido acuoso natural comenzó a asomar por nuestras córneas.
Dijo el cordobés Séneca: “La verdadera bondad es invencible porque no se cansa”. Y, paradójicamente, en esta sociedad del todo fácil y rápido, hasta de los hombres buenos tendemos a cansarnos, sintiendo la necesidad de reemplazarlos por otros hombres buenos que vengan a saciar nuestra sed de consumo rápido, inmediato y fugaz. Sin embargo, hay personas que prevalecen a lo cotidiano, actuando de manera ejemplar en cada espacio público que comparten, dando fe de una exquisita educación en valores, a prueba de críticas sangrientas como la de Canal + Francia, cuando insinúo que nuestro héroe usaba atajos insanos para el triunfo. Aquella crítica despiadada sin fundamento sirvió para ver a un Rafa Nadal elegante en la defensa de su honor, no siendo rencoroso ni perdiendo los papeles ante una de las peores circunstancias que nos pueda ocurrir: que nos culpen de un delito que no hemos cometido.
La figura de Don Rafael Nadal Parera como ejemplo para los niños es inagotable, al parecer. Muchas veces le hemos visto remontar partidos que tenía imposibles, salvar puntos insalvables y aguantar psicológicamente momentos duros en donde él se mantenía al margen. Pero verlo al lado de los más débiles nos ha hecho ver que en este país, España, hay muchos hombres buenos como Rafa Nadal, que ayudan anónimamente cuando se es necesario: ocurrió con el Prestige, el año pasado en los incendios de Galicia y hoy en Mallorca. No hay prueba mayor de que somos un triunfo como sociedad, que tiene mucho que mejorar, pero que hemos sido capaces de pasar de una dictadura a formar campeones como Rafa Nadal y seres humanos solidarios que colapsan las ayudas desinteresadas en catástrofes varias.
Hace poco visité un país de la Unión Europea al que nos liga mucho más que la posición cardinal. Uno de sus habitantes me dijo: “envidio lo que la gente ayuda en España cuando hay una catástrofe”. Me hizo ver la cuestión desde otra perspectiva, enorgulleciéndome de ser español, a la vez que me sentía un poco triste porque ese sentimiento no se pudiera extrapolar a la nacionalidad de mi interlocutor y amigo. Mucho se dice que el reflejo de una sociedad son sus políticos, por eso tengo una fe ciega en que nos encaminamos hacia un país mejor, en donde los que gobiernan inviertan tiempo y dinero en prevenir que se construya en ramblas, que se limpien los cauces de las salidas fluviales naturales, así como una mayor inversión en el mantenimiento de los espacios públicos. Eso va a venir pronto, porque la solidaridad de nuestros compatriotas se ha visto constatada de norte a sur.
Mientras esperamos un gobernador de la ínsula de Barataria, tan justo como lo fue Sancho Panza en la ficción cervantina, creo que es buen día para darnos un abrazo a nosotros mismos, y muchos besos, en honor a ser fieles compatriotas de un tipo que igual gana torneos de Roland Garros, Wimbledon, USA o Australia, que copa las portadas de la prensa internacional por hacer algo tan humano y español como ayudar al prójimo y vecino, al que luego quizá criticaremos, pero al que nunca dejamos tirado. Entre la catástrofe despiadada de coches destrozados y moradas que se han convertido en barrizales, merece la pena agarrarse a la figura de una leyenda manacorí y balear, que pasea orgulloso, por doquiera que vaya, cuál es su origen.