Fue Borges quien dijo aquello de: “Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas cambiantes, ese montón de espejos rotos”. Brasil se ha quedado sin parte de su memoria, de golpe, tras el devastador incendio que destruyó casi por completo su Museo Nacional, el pasado 2 de septiembre de 2018. Afortunadamente, el edificio histórico, en la Quinta da Boa Vista, zona norte de Río de Janeiro, ya había sido cerrado al público, por lo que no hubo víctimas. Sin embargo, las llamas tuvieron más de siete horas para llevarse por delante cerca del 90% de sus 20 millones de piezas, muchas irremplazables, tal y como manifestó en un comunicado Cristiana Serejo, vicedirectora de la Institución. Bomberos y Defensa Civil no pudieron hacer nada por impedir la catástrofe.

El Museo Nacional de Brasil, el más antiguo del país, fue fundado en 1818 por el rey Juan VI y es también un importante centro de investigación y formación, incorporado a partir de 1946 a la Universidad de Brasil (actual UFRJ). Contaba con el mayor repositorio de historia natural y antropología de toda América Latina. Una fatídica noche de domingo, las llamas comenzaron a extenderse hasta ser incontrolables, arrasando la que fue la institución científica más antigua de Brasil, visitada por celebridades como Albert Einstein o Marie Curie, en la década de 1920.

El Museo Nacional de Brasil atacado por la llamas, durante el incendio del 2 de septiembre de 2018 (Foto: Felipe Milanez).

La administración del Museo ha reconocido que los daños fueron inmensos, irreparables. Entre sus paredes se escondía un tesoro para la ciencia y el público: uno de los mayores acervos del continente de animales disecados, minerales, meteoritos, insectos, utensilios indígenas, momias egipcias y sudamericanas, fósiles y restos arqueológicos. Entre sus plantas, se cobijaban piezas de un valor inapreciable, como el cráneo llamado Luzia, el fósil humano más antiguo que se ha encontrado en América del Sur, de unos 11.500 años de antigüedad. También se redujo a cenizas la colección egipcia al completo, con sus 700 piezas, entre momias y sarcófagos. El fuego devoró imparable la enorme colección de fósiles de 26.000 piezas, la de insectos, los 36.000 artefactos elaborados por más de 100 etnias indígenas de Brasil, un diario de la Emperatriz Leopoldina, un trono del Reino de Dahome, así como numerosas esculturas etruscas, griegas, romanas… y un doloroso etcétera. Todo es ahora polvo.

Más que objetos

La mañana siguiente a la tragedia, los empleados del recinto y un grupo de estudiantes e investigadores, se concentraron en el campo de Boa Vista, el parque que alberga el edificio del Museo, que hoy aparece ruinoso y con los techos derrumbados. Lloraban y se abrazaban, con impotencia. Es de comprender tales sentimientos de tristeza y desolación, pues además de las colecciones han perdido décadas de trabajo e investigación.

Y es que el desastre va mucho más allá de los propios objetos. Se ha perdido algo que supera en importancia al mero catálogo de historia natural y humana: la posibilidad de la investigación futura. Las piezas de cada colección, además de constituir un acervo valiosísimo para el visitante, permitían alumbrar nuevos estudios y seguir aprendiendo de la diversidad de sus fuentes, en áreas de la ciencia como la zoología, arqueología, etnología, geología, paleontología y antropología evolutiva. Lo que se ha esfumado es la accesibilidad a plantearse nuevas preguntas científicas y replantearse anteriores descubrimientos, en algunos casos sobre especies extintas cuyos especímenes solo se encontraban allí.

No es raro que los científicos se topen, cada cierto tiempo, con nuevas especies entre los armarios de museos como el Nacional de Brasil. O bien descubren nuevos hábitos de especies ya desaparecidas, se datan fósiles y se refutan teorías hasta ahora aceptadas. Las colecciones de los museos de historia natural, lejos de ser meros cementerios de animales, se constituyen en espacios vivos de investigación que ofrecen a los expertos una gigante cantidad de datos ambientales, utilísimo ahora más que nunca gracias a las actuales técnicas de ADN.

El meteorito de Bendegó, de 5.260 kg., es una de las piezas conservadas. El calor no le afectó y permanece intacto. (Foto: Jorge Andrade)

Los investigadores utilizan las muestras museísticas para contextualizar las plantas y los animales modernos, contribuyendo al hallazgo de nuevas especies. Si no existen otras muestras para analizar, es difícil comparar las especies viejas con los últimos hallazgos para determinar si estamos ante una nueva especie o no. Sin ir más lejos, el actual director del Museo, el paleontólogo Alexander Kellner, descubrió, gracias a poder comparar las muestras, un dinosaurio carnívoro (Santanaraptor placidus) de hace 110 millones de años. Ejemplos como este se cuentan por decenas.

Crónica de un desastre anunciado

En junio, hace apenas tres meses, se celebró el 200º aniversario del Museo Nacional. Pero ni siquiera el Presidente de Brasil o cualquiera de sus Ministros asistieron. Ciertamente no era de extrañar, dadas las condiciones de abandono presupuestario que sufría el antiguo palacio Real. Desde hace décadas, los investigadores y trabajadores se quejaban de las pésimas condiciones de las infraestructuras. Ya ni hablemos de los salarios.

La falta de financiación derivó en situaciones lamentables. El cableado eléctrico quedaba a la vista y estaba en mal estado; las goteras y los excrementos de murciélagos que se colaban en las instalaciones, eran el pan de cada día. En 2017, una infestación de termitas obligó a cerrar una exposición sobre dinosaurios.

Tan grave era el asunto que, en un momento dado, según cuenta Antonio Carlos de Souza Lima, historiador y antropólogo del museo durante casi cuatro décadas, no podían pagar ni la limpieza. Sin papel higiénico, soñar con un sistema eficaz de extinción de incendios era vano.

En declaraciones recientes por radio y televisión, De Souza expresó, muy afectado por lo ocurrido, que:

“Desde hacía mucho tiempo los líderes brasileños consideraban la cultura como una mercancía e invertían primordialmente en áreas que podían volverse lucrativas. Piensan que la cultura es un negocio, no el alma de una nación”.

Así termina la triste historia de este museo. La crónica de un archivo de 200 años que se transformó en polvo gracias a un colosal incendio de causas todavía no aclaradas. 200 años de memoria, ciencia, cultura y educación echados a perder en unas pocas horas. La rabia del pueblo brasileño es justificada. Era el legado de sus antepasados lo que estaba en juego.

El aprendizaje da ciencia es un proceso rico, complejo y continuo que se desarrolla a lo largo de la vida. Los museos de ciencias juegan un papel importante en la promoción del aprendizaje y ayudan a despertar vocaciones entre los más jóvenes, que disfrutan de un entorno emocionante. Instituciones como el Museo Nacional de Brasil son lugares perfectos para hacernos nuestras propias preguntas y gozar de la belleza del conocimiento tratando de rastrear sus soluciones.

Y quizá la única lección positiva de todo lo ocurrido sea una profunda reflexión sobre cómo los museos están descuidados al carecer de fondos para su necesario mantenimiento. Reflexión que debe seguirse de exigencia tajante. Si hubo dinero para millonarios estadios deportivos en los Juegos Olímpicos de verano de 2016, debe haberlo para conservar el patrimonio nacional. Un patrimonio que ningún gobierno negligente, ninguna torpe y vergonzante decisión política deberían hacer peligrar.

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