En Inglaterra, los camareros hacen cursos sobre cómo tratar a los clientes. Estos cursos, divididos en diferentes temas, tienen como finalidad mejorar el servicio al cliente, objetivo primordial en una sociedad que bebe de las fuentes del capitalismo puro y duro. Entre esos temas se encuentra uno dedicado exclusivamente a las personas con algún tipo de discapacidad. Una de las preguntas dice así: “Si tienes que atender a una persona en silla de ruedas, que viene con otra persona, ¿a quién te tienes que dirigir y cómo?”. La didáctica que se da en la hostelería difiere profundamente con su actual talón de Aquiles: los jóvenes sin techo que crecen cada año de manera escandalosa. Se puede decir que nadie es perfecto, ni siquiera esta sociedad, que tiene tanto tacto con los que más dificultades tienen.
Lo cierto es que España tiene mucho que aprender en lo que a materia de Atención a la Diversidad se refiere. El presupuesto que el Reino Unido dedica a ese campo es bastante notorio, reflejado en los colegios que tienen, auténtica referencia mundial en cuanto a servicios para niños y niñas en sillas de ruedas, autismo o síndrome de Down. Sin embargo, choca frontalmente con la manera en que se están haciendo las cosas en España, una sociedad que destaca por su solidaridad, familiaridad y buen hacer de sus profesionales docentes. Es por eso que chirría en los pasillos de la convivencia cívica que haya estudiantes universitarios con algún tipo de discapacidad, a los que se les priva del premio merecido de su título debido a la infortuna que ellos no han elegido: tener una minusvalía severa. Es el caso de Virginia Chacón, que concluyó su grado de Recursos Humanos y Relaciones Laborales en la Universidad de Cádiz, al acabar con éxito su proyecto de fin de carrera. A diferencia de sus compañeros, ella no ha recepcionado la titulación, a pesar de que han transcurrido dos años. La razón es el título de B1 de inglés, en donde es requerida una prueba de escucha, a la que ella no puede tener posibilidad de aprobar, ya que es sorda profunda de nacimiento y desde que comenzó a estudiar ha estado exenta de los idiomas. Me pregunto qué habría hecho esta sociedad de la LOGSE, LOE y LOMCE con un superdotado sordo como Beethoven, con un ciego como Stevie Wonder o con un tartamudo como Charles Darwin o el mismísimo Cervantes. Imagino que esa misma sociedad ignora que el fundador de Apple y del iPhone, Steve Jobs, era disléxico. Al igual que el inventor del teléfono, Graham Bell, Albert Einstein, Thomas Edison o Isaac Newton fueron otros disléxicos que hoy en día deambulan vivamente por los pasillos de las facultades de ciencias universales.
Nos cuesta entender como sociedad lo que significa la inclusión, y a ciencia cierta que no es cuestión de mala fe, sino más bien de ignorancia. Una sociedad que es capaz de fundirse en abrazos con sus prójimos, de arrimar el hombro en las catástrofes y de aprobar el Bachillerato a alumnos que tienen un suspenso, no le va a costar mucho entender lo que significa la no discriminación. Nos cuesta dar los pasos, pero los acabamos dando, como muestra que no hace ni un mes que el Congreso reconoció el derecho a votar de 100.000 discapacitados intelectuales, como si se tratara de una tribu que vive separada de nosotros. Me pregunto por qué hemos tardado tanto. Lo cierto es que les falta más apoyo, desde las instituciones, a los miles de profesionales que se dejan la vida en ayudar a personas que no han tenido la suerte de nacer con todas sus facultades intactas, como sí otros. Eso no te hace mejor que nadie, sí diferente. ¿Pero no son las diferencias las que nos hacen a todos especiales, únicos y genuinos?
“Mirando a la persona discapacitada a los ojos, de forma natural y sin mostrar ningún tipo de diferencia a cómo tratarías a la persona que le acompaña”. Esa era la respuesta que había que dar en aquel test que pasan en los restaurantes del Reino Unido. Quizá sea solo eso, no discriminar, sino ayudar a que las diferencias, las desigualdades y las injusticias sean más cortas. Entre todos es posible que lo logremos.