Woddy Allen te regala un retrato en blanco y negro de la ciudad que nunca duerme con una declaración de amor sincerísima, de los amores que asimilan los defectos del otro y lo interiorizan. Para cualquier visitante de la ciudad más poblada de los EE. UU. éste es un retrato raro: Nueva York es sucia, mayúscula, ruidosa, frenética, incontinente, acerada, antinatural. Allen consigue retratarla exótica y enorme, como los pilares de un templo griego, puros y virtuosos. Los coches no son ruidosos y veloces, sino esquivos y decorativos. Las personas no son frías e inmunes a otros seres humanos lejanos, sino ciudadanos naturales en sus quehaceres naturalísimos y honrados. Todo no es gris aburrido y metálicamente industrial, sino moderno, vivo, efervescente.

El tono jocoso, intrascendente, cómico de los diálogos de Allen ocultan la seriedad de las reflexiones, el trasfondo “líquido” de la nueva sociedad. Asimismo la risa no esconde el profundo drama del final de la película, que no es sino el eterno dolor del desamor.

 

Cuando Allen da espíritu a su guión éste inspira el aroma de su alma: pocos conocemos a este director físicamente, pero a través de sus películas parece que es nuestro amigo de toda la vida, que conocemos sus tribulaciones como si fue

ran nuestras y que reímos su sentido del humor reconociendo su ingenio. Cuando al principio de la película nos cuenta que su novia tiene únicamente diecisiete años no nos escandalizamos ni apagamos la película, al igual que cuando enseña a su pequeño retoño a coquetear con mujeres guapas de la ciudad. Allen hace eso que el arte te hace cuando está bien hecho: ser amoral, dejarse de regañinas y engañarte; así la pedofilia heterosexual consentida pasa de largo de su tono polémico y se afronta con ternura y hasta con cinismo: Allen no niega a través de Isaac el conflicto y la inadecuación de la relación, pero lo asume con sus contradicciones y contraindicaciones, sabiendo que jamás terminará bien y prometiendo una relación corta para el bien de ella, que merece conocer otros hombres. El final de la película es el brote de inmadurez del protagonista: reconoce que ha cambiado de opinión y prefiere tenerla a ella pese a hundir su vida personal veinteañera para no estar solo. De nuevo Allen no escabulle la cobardía y la falta de caballerosidad: suplica y se arrastra corriendo manzanas por Tracy. Se ve el egoísmo inmaduro de él y la sentencia de ella: «Tienes que confiar en los demás, Isaac» le promete como asegurando su regreso.

 

El amor en Allen es así: caprichoso. Lejos de ser serio y formal, mete el aburrimiento, la inteligencia, la cultura, el sexo y el aspecto físico (aunque este último con menor frecuencia) como las variables de las fórmulas de las relaciones humanas. Así esta ciencia humana no es ciencia; es caótica. Quienes se aman se desquitan y luego se añoran, y luego los matrimonios se tuercen para regresar ante el imponente futuro inestable de la soltería. En esta rueda del caos uno no puede bajarse; y si además es maniático e irascible como Isaac uno tiene las de perder: o usa su experiencia (mala experiencia) para aprovecharse de una joven inteligente o se arriesga a tomar relaciones maduras con mujeres de su edad que le atemorizan y le recuerdan a la sionisa castradora (su madre).

La ciudad es un personaje más, una suerte de París echado a perder que une a personas atomizadas en la gran urbe.
La ciudad es un personaje más, una suerte de París echado a perder que une a personas atomizadas en la gran urbe.

Que Allen recurra a la crítica de la élite intelectual incluyendo siempre a personajes por él interpretados y siempre repita su judaísmo y ateísmo-agnoscitismo imprime una primera persona en cada fotograma de la película, presente en otros clásicos como Desmontando a Harry. Hacer esto es arriesgado porque el público sólo perdonará la arrogancia intelectual de monopolizar la obra si su personaje es un genio brillantísimo capaz de lucir todos los minutos de metraje. Bien cierto es que lo consigue.

Al acabar una obra de este hombre me pregunto si una película de este tipo podría llegar a la luz a día de hoy sin levantar polémica en el internet hipersensible: si los besos sorpresivos sin consentimiento son piezas tiernas de erotismo clásico o por el contrario manipulaciones y agresiones sin consentimiento; si la relación hombre-niña consentida risueña y autoconsciente de su caducidad es algo entrañable y envidiable por la tenacidad de intentar existir teniendo el tiempo, la madurez, la vida, todo, en su total contra; si la burla de la pareja lésbica (una de ellas Maryl Streep brillante) se consideraría homofóbica e irrespetuosa para un colectivo infrarepresentado en el séptimo arte (lo cual tendría el paradójico resultado de criticar a una película de hace más de treinta años por presentar negativamente a unas lesbianas precisamente por hacerlo en la época en que menos veces se representaban a lesbianas en el cine); también me pregunto por el egoísmo inmaduro y tóxico de Isaac, cuya novia de dieciocho años quiere partir a Londres a hacer su vida y él la manipula para quedarse con un solterón casi cuarentón en paro, sabiendo que no le conviene: ¿es esto una relación insana, un parasitismo sentimental, cobardía a fin de cuentas? ¿Y no dan ganas de quitarse el sombrero ante la empatía sentida, ante la narración de Isaac engullida, ante el relato absorbido desde la perspectiva de él?  ¿Cuándo hemos empezado a sonrrojarnos por reírnos ante cuarentones con novias menores de edad? ¿Acaso -no lo creo- nuestra moral ha matado al arte? ¿O esto último es una exageración de polla viejas?

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