Si hay algo que me fascina de los buenos libros es que no pasan de moda. Es cierto que también sucede con las películas magistrales o con las grandiosas producciones musicales, pero los libros se reproducen (casi) tal y como fueron escritos, de la manera que salió de la mente de su autor y tras los ajustes del editor.

El diamante de Moonfleet es uno de estos libros. John Meade Flakner es el autor de esta fantástica novela de aventuras. Tanto el autor como la obra han sido despreciados por el tiempo, llegando a cubrir con olvido todas y cada una de las muchas bondades de esta monumental historia.

 

Cuando hablamos de El diamante de Moonfleet estamos articulando un sinónimo de entretenimiento, sabiduría, aprendizaje y, lo que es mejor, buena literatura; pues tal y como dijo el propio Robert Louis Stevenson “El diamante de Moonfleet es la obra que siempre quise escribir”. Cuando el ideólogo de una de las mejores odiseas aventureras de la literatura universal (La isla del tesoro) afirma tal cosa, el libro debería ser, como mínimo, ojeado.

Sucede que una vez se ojea un libro bueno, un lector que se precie ya no se dignará a soltarlo hasta que la tinta se extinga de la última de sus páginas. Y fue justo eso lo que le ocurrió a un servidor.

Poneros en la situación de un chaval de un pueblecito de Inglaterra, un pueblo marinero, por supuesto, en el que hay leyendas de piratas, fantasmas y contrabando. El joven huérfano persigue estas historietas hasta nunca darse por vencido y como el propio título indica, todo gira alrededor de un diamante. Bueno, si habéis seguido mi recomendación y os halláis en la tesitura del precario aventurero, todo suena bastante bien.

La trama es aparentemente sencilla: Un joven huérfano, un mentor, piratas, fantasmas, mar y una chica muy guapa. Hasta aquí no podríamos diferenciar un relato mediocre, pero entretenido de una obra consistente y bien armada. La verdad es que no sé en qué punto estas dos categorías comienzan a despegarse, no obstante os aseguro que esto sucede.

El relato comienza a coger consistencia en la primera página de su efímera existencia, pues no supera las 300 páginas de extensión. Durante estos primeros capítulos el protagonista y narrador John Trenchard nos sumerge en una atmósfera difícilmente superable; nos cuenta cómo se ve Moonfleet a ojos de un chaval huérfano y aspirante a cualquier cosa que suene a pirata o fantasma.

El tópico es un clásico en este tipo de historias. Relatos mediocres empobrecen un género (como lo es el de la aventura) hasta llegar a convertirlo en una especie de producto inconsistente fruto del ansia editorial y preparado para ser devorado por lectores de Best Seller. Esta triste imagen cala muy hondo en el imaginario colectivo de todos los habituados a leer; no obstante, muy de vez en cuando uno descubre pequeñas joyas por las que merece la pena seguir arriesgándose a perder el tiempo leyendo obras de calidad menor con tal de encontrar El diamante, concretamente el de Moonfleet.

Tras pensarlo bastante creo que he encontrado la respuesta a la pregunta retórica que me hacía en los párrafos anteriores. La virtud de esta novela reside precisamente en no ser una novela al uso. Lo que en un principio es ideado por el autor como una historia trepidante desde la primera página se convierte en relato humano, casi filosófico. Una vez que el lector entra en el mundo de Moonfleet comprende que el viejo Elzevir no es realmente el personaje que John Meade Falkner crea para iluminar el sendero del inexperto John Trenchard, sino que se trata de un propio reflejo de lo que uno desea ver cuando piensa en este tipo de figura protectora, bien sea padre, abuelo, maestro o amigo inseparable.

Cuando John Trenchard cae en desgracia el lector sabía desde muchos capítulos atrás que esta aventura no iba demasiado bien encaminada, pero nos vemos en el papel, nosotros mismos somos el joven que comete errores a pesar de saber que los iba a cometer antes siquiera de iniciar una nueva jugada.

La vida se podría resumir en este breve relato que, lejos de ser un Piratas del Caribe viejo y desfasado, se transforma en una oda a la amistad, la perseverancia y la buena fe.

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