Cuenta la leyenda que Bartolomé Aragón sólo alcanzó a darse cuenta de que el corazón de su maestro ya había dejado de latir cuando un fuerte olor a zapatilla quemada inundó la estancia, poniendo de manifiesto que el calor que emanaba del brasero doméstico ya no podía quemar el pie que anidaba dentro del fieltro. Así dejó este mundo don Miguel de Unamuno, un 31 de diciembre de 1936, en las postrimerías del año más triste que recuerdan las letras españolas.

Con mal pie empezó tan fatídico año, ya que, apenas discurridos cinco días de enero, se marchaba Ramón María del Valle-Inclán, entre los aplausos y el reconocimiento del público que presencia una obra de teatro que le ha llegado a lo más hondo de sus sentidos. Valle, quizá el dramaturgo más grande que vio España en el siglo XX -con permiso de Lorca-, revolucionó la escena como jamás se habría imaginado apenas un par de décadas atrás. Para la posteridad quedan Max Estrella y su Luces de bohemia, piedra angular del esperpento, última frontera colonizada por su teoría teatral.

El literato gallego murió a causa de una complicación en la vejiga, emulando hasta el último momento la vida, y también la muerte, de Max Estrella, donde, al igual que en la ficción, todos esperábamos que se levantara una vez más, como en la escena final de una obra de teatro en la que el actor se despoja de su papel para convertirse en leyenda, para no caer nunca en el olvido.

No podemos pasar por alto la connotaciones políticas que el año 1936 tiene para la historia de nuestro país. Omitir la influencia de la Guerra Civil en las vidas de nuestros autores sería faltar a la verdad, puesto que ninguna obra ni ningún personaje están exentos del contexto histórico que propició su creación. Ramiro de Maeztu fue fusilado por el bando republicano en ese mismo año, dejando una de esas frases que se repiten como un mantra con el paso del tiempo: Vosotros no sabéis por qué me matáis, pero yo sí sé por lo que muero: ¡Para que vuestros hijos sean mejores que vosotros!

Si bien Maeztu no gozó de las mieles literarias como otros personajes coetáneos, su vocación de articulista fue muy influyente en la sociedad de su tiempo. Algunos escritos como Defensa de la HispanidadDefensa de la monarquía, este último inconcluso, provocaron muchísimas reacciones, tanto positivas como negativas, por lo que la polémica quedó servida. En el ámbito plenamente literario cabe destacar Don Quijote, don Juan y la Celestina, donde rescata la esencia del caballero de la triste figura como un héroe en época de decadencia, fácilmente aplicable a la vida del 36 y, por qué no, a la España actual, lo que habla maravillas de la capacidad reflexiva y analítica de Ramiro de Maeztu.

Precisamente este año se cumple el centenario del estreno de La venganza de don Mendo, a todas luces la obra más universal del gaditano Pedro Muñoz Seca. Autor que rezumaba comicidad por todos sus poros, optó por la sátira en un tiempo en la que cualquier gesto dirigido hacia la sonrisa era vista con sospecha. Sus obras teatrales, aun dentro de un proclamado conservadurismo, no sentaron bien en el sector republicano. Por ello, años más tarde fue asesinado en el Paracuellos de Jarama, siendo despojado de su libertad y de su aliento pero no así de su sentido del humor, que enarboló hasta el último de sus instantes: ¡Podréis quitarme la vida, pero no podréis quitarme el miedo que tengo ahora mismo!

El asesinato de Federico García Lorca quizás sea el más paradigmático de los sucesos ocurridos en los primeros meses de la Guerra Civil. Este hecho ha sido objeto de numerosas polémicas, la mayoría de ellas centradas en los eufemismos que se han empleado durante muchos años, puede que demasiados, para hablar de su muerte. Lorca tocó todos los palos posibles de la literatura, influida por el ambiente en el que se crio y por las esencias que le rodearon durante toda su vida. No existe tinta ni papel para hablar del poeta granadino con la excelencia ni el detenimiento que se merece. Tanto en el teatro como en la poesía nos ha legado una variedad de títulos que han envenenado a propios y extranjeros con el germen del duende andaluz, haciéndolo más universal que nunca. Un fusilamiento cruel, despiadado y, sobre todo, a sangre fría a sus 38 años le privó de su vida, apenas recién comenzaba a paladearla, pero también privó al mundo de un genio sin parangón cuyos límites ya sólo pueden ser cuestión las más avezadas y lozanas imaginaciones.

Por último, volvemos a la fatídica última noche de 1936, donde la llama de la vida de Miguel de Unamuno se apagaba en soledad, como buen símil de un año que no había tenido piedad con las artes hispánicas. Unamuno llevaba dos meses recluido en esa estancia tras la archifamosa disputa con Millán-Astray (en boga en los últimos meses acerca de la literalidad de sus palabras) en presencia de Carmen Polo en la Universidad de Salamanca. Allí se fue consumiendo poco a poco uno de los grandes popes de la Generación del 98, que supo aunar su inconformismo político con su pasión literaria, todo ello envuelto de una tesis filosófica que sigue siendo hoy motivo de estudio. Para la historia queda la conversación de Unamuno con Augusto Pérez en Niebla, donde transcurre una confrontación entre el creador y su creación, que más tarde se concretaría en Del sentimiento trágico de la vidaobra donde queda expuesto lo más esencial del pensamiento filosófico del autor vasco. Unamuno supo alimentarse del cauce literario que llegaba de los escritores realistas y naturalistas, empleándolo como vehículo para exponer sus pensamientos críticos sobre el rumbo que estaba tomando su tan amada nación.

Como augurio de esas ideas, la Guerra Civil aplacó las almas españolas como una nube negra en un soleado día estival. Esas sombras, lanzadas por el episodio más triste y trágico de nuestra historia reciente, fueron demasiado para esas cinco almas que nos dejaron, bajo diversas circunstancias, a lo largo de 1936. Desde el deformado reflejo de Valle en su espejo cóncavo hasta el tufo a fieltro quemado de la zapatilla de Unamuno, España se vio privada de cinco plumas que, a pesar de sus prematuras muertes, regaron el jardín de nuestras letras, haciendo florecer algunas de las más notables obras que nuestra tradición ha dado a luz.

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