Los que somos aficionados a la astronomía y, como subproducto de ello, a la ciencia-ficción (también se suele dar el sentido contrario), disfrutamos como enanos cuando nos encontramos con una película hecha por gente que tiene la misma pasión. Cosmos, una cinta que apenas ha tenido distribución, es para un público muy específico que suele degustar productos poco digeribles para la gran mayoría. Tratándose de ciencia-ficción, la película de Elliot Weaver y Zander Weaver entraría dentro de la clasificación “hard”, subgénero en el que entrarían películas en las que el rigor científico tiene una preponderancia clara dentro del guion.

Al contrario que en Interstellar (2014), en donde la ciencia se convertía en cine de gran formato y llegaba al público no experto, Cosmos carece de presupuesto y demuestra que no hacen falta grandes proezas visuales para contar una historia sólida y emocionante, basada en datos científicos que intentaré desgranar en este artículo para que, quien quiera aproximarse a la cinta, la disfrute doblemente.

Son tres amigos, astrónomos de profesión, que utilizan un Ford como centro de operaciones y disponen de unos equipos carísimos para una noche de observaciones de rutina. Para ello, utilizan la radioastronomía: es la rama de la astronomía encargada de detectar fuentes de radioondas provenientes de objetos lejanos en el universo. Las estrellas, los planetas y otros objetos cósmicos como las galaxias son emisores naturales de ondas de radio, las cuales son captadas por los radiotelescopios: enormes antenas que apuntan al cielo y captan la información proveniente del espacio profundo o de nuestro propio sistema solar. Los radioastrónomos hacen lo que solemos hacer nosotros cuando vemos la televisión o escuchamos la radio: interpretar la información que viaja en esas ondas.

Las ondas de radio son sólo una parte del llamado espectro electromagnético: es la radiación emitida por cualquier cuerpo en una longitud de onda determinada (es decir, la longitud entre un pico y el siguiente, o entre dos valles). Todos los cuerpos que estén por encima del cero absoluto (-273,15 grados centígrados, o cero grados Kelvin), es decir, toda la materia que conocemos, emiten radiación electromagnética. La luz visible es, como las ondas de radio, otra parte más del espectro, y nuestros ojos son sensibles sólo a esa franja del espectro que se encuentra entre los 400 nanómetros (la longitud de onda del color violeta) y los 750 nanómetros (la longitud de onda del color rojo). Cada uno de los colores que vemos en el arco iris tiene su propia longitud de onda. Más allá del color violeta, ya invisibles, se encuentran las radiaciones más energéticas (cuanto más pequeña sea la longitud de onda, más energía tiene la radiación): ultravioleta, rayos X y rayos gamma. Por debajo del color rojo, invisibles también, se encuentran las menos energéticas como el infrarrojo, las microondas y las ondas de radio.

Dentro de las ondas de radio, hay un amplio abanico de longitudes de onda que van desde los 100 micrómetros hasta los 100 kilómetros, con intensidades de 10 terahercios (THz) a 10 kilohercios (kHz) respectivamente. Pero hay una franja que interesa especialmente a los radioastrónomos: las microondas, muy útiles ya que permiten atravesar las nubes de polvo cósmico que impiden a los telescopios de luz visible ver lo que hay detrás. Gracias a las microondas, por ejemplo, se ha podido observar el núcleo central de nuestra galaxia, el cual ha estado oculto a los telescopios de luz visible durante siglos.

Dentro de esas microondas, hay una línea muy especial que se encuentra en los 1.420 megahercios (mHz) de frecuencia, correspondiente a 21 cm de longitud de onda: la llamada línea del hidrógeno neutro. El hidrógeno es el elemento más común en todo el universo, es el combustible principal que usan las estrellas para brillar y dar algo de luz al vacío cósmico. Precisamente por esa abundancia, los investigadores piensan que cualquier civilización inteligente lo suficientemente avanzada como para tener conocimientos radioastronómicos usaría esa frecuencia para sus emisiones.

El proyecto SETI (Search of Extraterrestrial Intelligence) tiene como principal objetivo precisamente ese: la búsqueda de posibles señales inteligentes provenientes del espacio, con el foco puesto en esos 1.420 mHz. Esa frecuencia es una especie de oasis de silencio en medio del ruido de fondo del resto de frecuencias de radio, por lo que sería lógico sintonizar ese canal y ponerse a escuchar. Eso pensó Frank Drake, creador e inspirador del proyecto SETI, cuando en la década de los sesenta apuntó uno de los radiotelescopios de Green Bank hacia las estrellas Tau Ceti y Epsilon Eridani, situadas a tan sólo unos 12 y 10 años-luz respectivamente. Cuando la antena enfocó a Epsilon Eridani, detectó una señal muy potente de origen artificial… pero resultó ser un avión a gran altura. La conmoción del momento sentó las bases del proyecto y el germen de una ecuación que ha sido el caballo de batalla de todos los investigadores en esta materia desde entonces: una ecuación que estima el número de civilizaciones inteligentes que podrían existir en nuestra galaxia.

La ecuación de Drake es una igualdad, pero funciona con aproximaciones: no hay datos precisos de ninguna de sus variables, por lo que se trata de una ecuación con escaso valor real. Dependiendo de lo optimista o pesimista que sea el investigador sobre los factores que la componen, los resultados pueden variar desde unas decenas de civilizaciones hasta millones de ellas. Bien es cierto que los últimos descubrimientos de planetas orbitando otras estrellas podrían aproximar los valores de N*, Fp y Ne, pero estamos todavía lejos de poder determinar el resto de fracciones.

Estrechamente relacionado con el tema, y también tratado en la película, es el famoso mensaje de Arecibo. En 1974, Frank Drake y el archiconocido Carl Sagan elaboraron una especie de mensaje, codificado en código binario, para probar las nuevas prestaciones de las mejoras hechas en el radiotelescopio de Arecibo, en Puerto Rico, por entonces el más grande del mundo. En el mensaje se representaban varios elementos: los números del 1 al 10, las moléculas que componen el ADN, la doble hélice del ADN con sus nucleótidos, la figura de un ser humano (el transmisor del mensaje), el sistema solar donde el tercer planeta tiene un especial significado, y por último un radiotelescopio (el instrumento emisor) con sus dimensiones.

Este mensaje se envió al cúmulo globular M13, situado en la constelación de Hércules a unos 25.000 años-luz. No llegará a su destino hasta cerca del año 27.000, y si el mensaje es escuchado por “alguien” y decide contestar, no lo sabremos hasta las inmediaciones del año 52.000… a no ser que alguien lo intercepte antes.

Son muchas las sorpresas que nos ha dado ya la radioastronomía al ayudarnos a entender muchos fenómenos astronómicos que se esconden en la aparente apacibilidad de la noche, y muchas más son las sorpresas que nos tiene destinadas. Seguiremos poniendo oídos a lo que nos tenga que decir el universo.

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