Siempre pasa lo mismo.

Cuando se anuncia algún tráiler en el cine o teaser en la televisión de una película de ciencia-ficción, no puedo evitar sentir un escalofrío por el espinazo y una sensación de vértigo. La culpa de ello la tuvo el gran Carl Sagan cuando, en mi recién estrenada adolescencia, me descubrió el Universo y sus fascinantes misterios con su libro Cosmos, basado en la celebérrima serie de televisión.

Dicho esto, me acerqué a Ad Astra con la misma ilusión inocente de las películas de ciencia-ficción que vi de pequeño y adolescente, pero con la suficiente cautela que he adquirido después de haberme tragado incontables bodrios. Con todo, he de decir que me ha gustado más de lo que me temía, lo que es de agradecer.

Uno de los comportamientos más frecuentes del ser humano es la obsesión innata de etiquetarlo todo y hacer comparaciones con lo ya conocido. El caso de Ad Astra, con el intento de la crítica mercenaria y la distribuidora de compararla con la irrepetible 2001: Una odisea del espacio (1968) de Kubrick, o con Interstellar (2014) de Nolan, es otro caso más de herir a una película por el temor de que no funcione en taquilla lo suficiente.

Son loables los intentos del marketing para promocionar un filme como Ad Astra poniendo referentes de la talla de los títulos antes nombrados, pero a mi entender esto contamina la identidad propia que la cinta sin duda tiene, y predispone al espectador a obligarlo a usar esos referentes y no los que pueda captar por su cuenta, siempre dependientes de su experiencia cinematográfica. Lo que se consigue así es frustrar a un espectador influido por lo que cree que va a ver, y lo condiciona a no disfrutar de la película en sí.

Filosofías aparte, en la cinta de James Gray no he visto nada de 2001, aunque las bucólicas imágenes del cosmos y el hipnótico tempo narrativo nos la recuerden, ni nada de Interstellar, aunque la partitura de Max Richter y Lome Balfe sea tan climática como la de Hans Zimmer. Sin embargo, nuestro cerebro funciona mediante referencias, eso es inevitable, y no pude dejar de comparar la odisea de Roy McBride (Brad Pitt) con la del capitán Willard de Apocalypse Now (1979): ambos van en busca de un loco peligroso, independientemente de que se encuentre en los confines de la selva camboyana o en los del Sistema Solar.

Las críticas más comunes que he podido leer en contra de la película se basan en su ritmo soporífero, demasiado sosegado al tratarse de una aventura espacial. El cine actual de consumo rápido nos tiene muy acostumbrados a ofrecernos experiencias visuales potentes en donde a los protagonistas parece que les ha mirado un ejército de tuertos y van encadenando desgracias unas detrás de otras (recordemos el Gravity de Cuarón, película excelente en la que no dejan ni una sola estación espacial de una pieza).

Ad Astra está filmada al estilo de las películas de los 60 y 70, en las que el tempo narrativo no tenía nada que ver con las prisas de los directores de hoy en día, los cuales suelen dar más importancia a la inyección de adrenalina instantánea que al calado posterior. James Gray lo tiene claro: nos ofrece su cine en pequeñas gotas para que, cuando el espectador salga de la sala, se lleve una sensación duradera, tal como hizo en su notable película anterior: Z. La ciudad perdida (2016), en la que recuperaba el clásico cine de aventuras.

El guion, sin ser brillante, tiene el suficiente interés para mantener la expectación. Las peripecias de Roy viajando por todo el Sistema Solar en busca de su padre no dejan de ser características de un viaje iniciático hacia su pasado, un pasado que quiere olvidar pero que sigue allí, no sólo envenenándole con una existencia insulsa carente de emociones, sino haciendo peligrar a su propio planeta. El mensaje principal, fácil de tachar de pretencioso, es reflexivo y resulta coherente con la historia, a pesar de que entre medias de la trama haya más de un atentado a la física y se roce el ridículo con alguna escena (por culpa de algún primate no evolucionado).

Otro de los tirones del filme es Brad Pitt, actor meramente resultón cuyo papel de astronauta imperturbable le viene como anillo al dedo a su carencia de registros. Casi comparte temporalmente la cartelera con su otro gran papel del año, el de Cliff Booth en Érase una vez en… Hollywood (2019). Después de haber podido ver sus dos últimas películas con un margen de unos 10 días, sería incapaz de enumerar alguna diferencia distintiva entre los dos personajes.

Si algo me llevo de Ad Astra, aparte de su calidad técnica y su dirección firme, es el haber recuperado de alguna manera ese sentido de la maravilla que disfruté en mi adolescencia ante las imágenes de esos mundos multicolores que pueblan nuestro Sistema Solar, tan lejanos y a la vez tan cercanos, a los que Gray les dedica unos segundos a lo largo de la cinta. La belleza de Saturno, como rey con su corona de anillos, la majestuosidad de Júpiter, las misteriosas estrías de la superficie de Europa (la luna joviana), el lejano y frío Neptuno… y cómo no, la esfera azulada de nuestro planeta colgando de la noche lunar.

Imposible ser imparcial.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.