En el arte se acostumbra a hablar de los resultados finales y poco sobre sus estudios  de elaboración. Los ensayos sobre creación artística no son siempre totalmente sinceros. En el caso concreto del metateatro hallamos, sin embargo, mayor espontaneidad y menos falsa retórica. Estas obras son parciales, indudablemente; son el producto de los deseos de los autores de aclarar sus vidas y su relación con la industria en la que producen, son una forma de expresar su contento o su descontento con el medio, son el lenguaje idóneo para hacer afirmaciones personales y, sobre todo, para describirnos el mundo que mejor conocen. En Jacinto Benavente encontramos un ejemplo bien patente de la potencialidad de este tipo de escritos. Benavente es autor de más de quinientos artículos especializados, reunidos en varias colecciones, donde condensó su gran saber teatral, pero que han sido objeto de escaso estudio. Estas van a servir aquí para adquirir una visión global de unos autores, unas empresas, un público y unas obras antonomásicas que configuraron uno de los momentos dorados del teatro español. Me centraré en las obras sobre teatro y en el teatro que ellas describen, dejando que Benavente y sus personajes comenten y testifiquen sobre el mundo que habitaron.

ESPERANZA.—¡No, por Dios! Ya sabemos que usted es otra cosa; usted sólo escribe para el teatro.

La razón de esta distinción estriba en el origen y la cultura heterogéneos de los autores del tiempo. Los «verdaderos literatos» no escribían para el teatro; y los autores teatrales lo eran por diversos motivos. Muy pocos, afirma Don Jacinto, por vocación, por verdadero sentimiento del arte dramático, sino por la vanagloria, por el eterno móvil: el dinero. Un personaje de la obra “El marido de la Téllez” confiesa que en lo que menos pensaba él era en escribir para el teatro, pero que al casarse y tener cuatro hijos necesitaba aumentar sus ingresos de alguna forma. Benavente critica a los oportunistas que escriben sin especial amor por el género, censura mucho más duramente la pobreza intelectual de aquellos llamados escritores que no escriben de ninguna manera, que deben su fama a una bien dirigida propaganda y que, desgraciadamente, abundan en todas las épocas. En la comedia Literatura se presenta un diálogo esclarecedor:

ADRIÁN.—Pepe Solera no escribe ni lee… pero es el mayor prestigio del grupo. JOAQUÍN.—Y si persiste en su actitud lo conservará indefinidamente. ¡Pues menuda ventaja es ser escritor sin haber escrito nunca nada! ADRIÁN.—Eso es lo que le perjudica a Julio Flores, que escribe demasiado… JOAQUÍN.—Sí… lleva ya publicados dos cuadernitos de cositas. Poquitas páginas, con mucha margen y una página si y otra no en blanco…Y a renegar de Víctor Hugo. ¡Qué lástima, señor! ¡Qué lástima de juventud!

Benavente considera que las oportunidades para el dramaturgo son mejores en ese momento en España que en otros lugares; en su obra “La losa de los sueños”, en la que tiene lugar la muerte de un escritor frustrado (de tisis y en una buhardilla, con todos los elementos necesarios para una tragedia bohemia) nos deja claramente dicho que la vida del autor fue superior a su obra y que, aunque supo morir por el anhelo de la gloria artística, sus poemas y dramas no eran de verdadera calidad. El presunto autor no murió «del delito de haber nacido artista y en este país», sino de pura tuberculosis pulmonar.

Don Jacinto cree que no hay negocio sin arte; pero dice también que no hay arte sin negocio, que si una obra no parece rentable, no llegará a estrenarse. El teatro sin público es un contrasentido. Su obra “Los andrajos de la púrpura” nos habla de esta triste verdad: una entusiasta pareja de autor y actriz, convertidos en empresa, dispuestos a interpretar únicamente obras de primera calidad, se arruina rápidamente. La moraleja es que el arte puro es un lujo muy caro que el público no paga y, los gobiernos, menos. Dice el empresario:

ARÍSTIDES. — ¡Ilusas criaturas! Pronto aprenderéis a vuestra costa que en el Teatro el Arte es inseparable de la Contaduría. Son el alma y el cuerpo. El alma podrá vivir mejor vida separada del cuerpo; pero en otro lugar mejor, donde los teatros no han de pagar alquileres, nóminas, impuestos.

Benavente insiste en esta visión del teatro comercial. La dramaturgia es, nos guste o no,  un género dominado por unas necesidades económicas ineludibles y los empresarios han de mostrarse en extremo precavidos con cada obra nueva (puesto que al arriesgarse puede ser la última).

Los empresarios además, podría decirse que “sucumbían” ante el encanto de algunas bellas actrices. En la comedia breve “Teatro feminista” comenta una madre de presunta actriz:

MAMÁ.—Pero, ¿usted sabe cómo están los teatros? La primera vez que quise contratar a ésta, el empresario le hizo unas proposiciones… DIRECTORA.—Poco sueldo, ¿verdad? Y mucho trabajo… MAMÁ.—¡Ay, no, señora! Todo lo contrario.

Y de estas actrices, ¿qué queda por decir, sino hablar de su moralidad? En la obra “Modas” la modista francesa se lamenta de la boda de una actriz. El matrimonio y el arte son incompatibles, dice. Y las actrices españolas parecen ser muy aficionadas al matrimonio Sobre moralidad hallamos un comentario de intensa ironía en El demonio del teatro:

BASILISA.—Ahora he visto que, por lo regular, se tiene del teatro una idea muy equivocada. Nos figuramos que la vida del teatro es todo inmoralidad. ¡Nada de eso! Esas pobres muchachas, las segundas tiples, que como salen a dar saltos y a bailar en el escenario, se las figuran muy libres y muy ligeras… pues la mayor parte son muy buenas muchachas, muy hacendosas, con su labor entre manos en los descansos. Ropita de niños: casi siempre para sus sobrinitos. Porque todas tienen sus sobrinitos.

Vienen a continuación las obras teatrales y su naturaleza. Para Benavente, la obra dramática, antes que obra literaria debe ser espectáculo, por estar relacionada con el público. Las condiciones en que ésta se produce no le consienten al autor mucha independencia artística.

En cuanto al plagio, lo que en el argot teatral se denomina «fusilar», las menciones son abundantes. En la pieza citada se habla de que a las actrices españolas «les traen los sombreros de París, como las comedias». En “El marido de la Téllez” se increpa a un autor por haber «fusilado» mucho del francés. Este se defiende diciendo que lo ha hecho por patriotismo puro, para vengar a los españoles que, durante la Guerra de la Independencia, fueron fusilados por los soldados del ejército francés en el parque de Monteleón.

Benavente, en su artículo “Proteccionismo y librecambio”, ironiza sobre una propuesta de ley a las Cortes para proteger de las traducciones del francés a la industria dramática nacional. Pero se muestra en contra: ¿Por qué acusar al autor español, que es en definitiva el más prolífico de Europa, de que su público sea aún más exigente?  Otro triste aspecto son las llamadas obras «de encargo», escritas para un actor o una actriz y limitadas por las posibilidades de éstos. Raimundo, el autor de “La mariposa que voló sobre el mar”, se lamenta de tener que perjudicarse artísticamente escribiendo para una actriz comedias insignificantes que ésta pueda interpretar sin peligro para ella ni para la obra. El empresario de “Los andrajos de la púrpura” se queja de la unión amorosa del autor y la actriz, puesto que él ya sólo podrá escribir obras a la medida, que producirán su amaneramiento y el de su intérprete.  Esta interferencia de los actores se debe a pequeñas vanidades insubstanciales. Vemos esto claramente en “Modas”:

SRA. ROSENDO. En el primer acto voy a los Jardines y me quejo porque no voy bien vestida. Esto ya lo he quitado de mi papel. TUTÚ.—Naturalmente. SRA. ROSENDO.—Y he hecho que el acto pase en invierno y que, en vez de a los Jardines, sea al Teatro Real donde vamos.

Don Jacinto justifica esta peculiaridad explicando que no es un defecto privativo de la escena española y pasa a hablarnos, en sus Conferencias, de la extraña obesidad del personaje de Hamlet, tratada por críticos y comentaristas. Shakespeare hizo enorme a su héroe para que Burbage, consorcio suyo y actor del Teatro del Globo, pudiese interpretar el papel, pese a su voluminoso abdomen. Pero autores, actores, empresas y obras son sólo los medios de satisfacer un deseo de goce artístico en el público que es, en definitiva, lo esencial del teatro y la verdadera clase directora que marca con su juicio y preferencia los rumbos de éste. Claro que este público es a veces caprichoso, asegura Benavente. Quiere que se le hable en broma de las cosas serias y en serio de las tonterías; y moraliza quizá demasiado: no gusta de que las comedias escandalicen a sus mujeres y a sus hijas. Pero, a pesar de sus caprichos, es razonablemente inteligente y sabe lo qué esperar de una obra dramática:

«RENATO.—Los empresarios calumniáis al público. Ya lo has visto esta noche. El público, el gran público ha comprendido.

ARÍSTIDES.— El público comprende siempre cuando se le emociona» Nuestro autor comenta que el público no acepta más cabeza visible que la que acierta a decir lo que él quiere que se le diga. Y ésta es la razón de la escasa influencia social del teatro. La supuesta incultura del público es sólo un pretexto de autores fracasados. En El marido de la Téllez se estrena una obra con poco éxito:

«DIÉGUEZ.—Sí; le echaremos la culpa al público.

PEPE.—¡Pobre público! Es como las casas de juego: círculo cuando se gana y timba cuando se pierde» [OC, I: 148].

Jacinto Benavente se apresura a afirmar su fe en el buen sentido popular, en la viveza de la percepción del público ante el Arte y en su capacidad de llegar por el sentimiento a donde quizá no llegue siempre con su inteligencia. El público no gusta de lo malo y sólo a regañadientes lo acepta o lo tolera, en espera de algo mejor. Si la calidad media de la producción teatral es mala en un momento dado, el público es consciente y se resigna. El discernimiento artístico es muchas veces casi innato y Don Jacinto lo ilustra con la anécdota de una mamá que se lamentaba de una curiosa disposición de espíritu en los niños:

«Figúrese usted que hoy le digo al pequeño:

―Si no eres bueno, no te llevo al teatro‖. Y me dice:

―Mejor. ¡Para ver tonterías!‖»

Por último, hablan los personajes teatrales de Benavente sobre dos nuevos aspectos del cambio de orientación que tuvo lugar en la década de los cuarenta: la aparición del llamado «teatro de cámara» y la tendencia al realismo social. El teatro experimental surge —dicen los que lo hacen surgir— como la respuesta a la necesidad apremiante de romper con los moldes tradicionales y como reacción ante el teatro indudablemente más popular, anterior a la guerra civil.

Y en cuanto al nuevo realismo de la posguerra, Don Jacinto se muestra decididamente en contra y utiliza principalmente su obra de 1944 titulada “Don Magín” el de las magias, ya mencionada, para censurar el abuso del realismo y abogar por un arte que no se limite a ser una mera imitación de los aspectos negativos de la realidad circundante, sino que incluya también poesía, imaginación e ideas. No hace sino repetir lo que ya indicara Ortega y Gasset en su ensayo Idea del teatro al hablar de la boca del telón como un marco dorado en la isla del Arte, sólo aceptable si envía hacia nosotros ensueño y leyenda y no se limita a repetir lo que en su cabeza lleva el público. El teatro no es sólo realidad, sino la metáfora universal corporizada. Se pregunta el filósofo: “¿No es extraño, no es extraordinario, no es literalmente mágico que se pueda estar sentado en un palco del teatro Doña María y al mismo tiempo seis o siete siglos atrás, en la brumosa Dinamarca, viendo caminar con su paso sin peso a esa fiammetta lívida que es Ofelia? ¡Si esto no es extraordinario y mágico, yo no sé qué otra cosa en el mundo está más cerca de serlo!”

Las afirmaciones de Don Magín concuerdan con este concepto mágico del teatro y su idealismo; ya que la justificación de la existencia de una obra dramática no puede ser más que una: causar placer a los sentidos y al intelecto. El teatro debe servir para descansar de la vida.

JUAN MANUEL.—Déjate de ilusiones, Magín. Hay que modernizarse. DON MAGÍN.—Pero, ¿qué es modernizarse? ¿Ese teatro sin imaginación y sin fantasía, todo vulgaridades? Con sentarse en cualquier café oye uno diálogos más interesantes y con mayor realidad que los de esas comedias. Yo creo que al teatro debe uno ir a soñar y a ilusionarse. Mi ideal sería un teatro que se llamara «Teatro de la Ilusión», en donde sólo con entrar volviera uno a ser niño.

Aun así, Don Jacinto sabe que los tiempos han cambiado. Los trajes de fantasía de Don Magín se han quedado inservibles:

«DON MAGÍN.—Todo apolillado. La polilla es un símbolo. ¡Adiós, magias mías! Haremos comedias modernas, de ésas en las que no pasa nada y lo que pasa puede pasar en cualquier parte» [OC, VIII: 710].

  Pero si hoy comienza a imperar el realismo, el idealismo lo hará mañana. Todo esto no son más que ciclos, modas, tendencias, mientras que el teatro y su magia son eternos y siempre cautivadores. Esta es la tesis de El demonio del teatro, donde toda una familia, opuesta por prejuicios al arte escénico, acaba dedicándose a él por completo. La hija rompe con su novio porque no le deja actuar; la madre, para escándalo de su sociedad, sustituye a una actriz enferma y abraza la profesión. El novio y el padre se muestran indignados en el primer acto, permanecen sospechosamente silenciosos en el segundo y, en el tercero, nos sorprenden al lanzarse a escribir ambos una obra en colaboración

Ya tenemos a toda una familia en manos de ese demonio del teatro, que es, pese a todo, un buen demonio. Tiene su infierno, pero les da la gloria a sus elegidos, a los que le dedican su vida y su alma, a los que le quieren de verdad, pues el arte del teatro —el de crear dentro de la creación y de representar conscientes la comedia del universo—, es la suprema actividad. Por ello, más que poner realidad en el arte debemos esforzarnos en poner arte en la realidad.

Como ya expresó Don Jacinto Benavente

«Triste realidad y pobre vida nuestra si no le pusiéramos un poco de teatro»

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