En psicogerontología, los aspectos existenciales van unidos en ocasiones a dimensiones de la personalidad que algunas personas adquieren con la edad. Constituyen formas evolutivas de “actuación cumbre”. 

Es el caso de la “sabiduría”, una cualidad del ser humano que permite abordar situaciones complejas y difíciles de la vida con lucidez y una elevada comprensión, según los investigadores del Instituto Max Planck para el Desarrollo Humano de Berlín. 

La relación entre sabiduría, existencia y el final de la vida queda plasmada en la ópera prima de John Carroll Lynch, Lucky (2017), una película que tiene como telón de fondo la evidencia del paso del tiempo y el final de la vida de un singular anciano pleno de humanidad y experimentado en los asuntos complejos e inciertos de la vida.

El sentimiento de inmortalidad en la Cuarta Edad

La cinta relata la historia de un nonagenario curtido en mil batallas en la América profunda y árida de la frontera con México. La película sirve para analizar los pensamientos y sentimientos de este hombre de la cuarta edad que parece volar por encima de las cosas, un anciano de los que gusta estudiar a los psicogerontólogos, hombre sensible, fumador empedernido, que aprecia la soledad y las rutinas sencillas, el yoga, las largas caminatas y los concursos televisivos.

Lucky ha sobrevivido a sus coetáneos y parece vivir inmerso en cierto “delirio de negación” de la muerte. Nunca ha ido a revisiones médicas periódicas, lo cual recuerda a muchos mayores que se jactan de cumplir años sin tomar medicación, fumando y bebiendo.

El “sentimiento de inmortalidad” es una forma de “delirio negacionista”, patología ya descrita a finales del siglo XIX por el psiquiatra francés Jules Cotard y presente en algunos casos de senilidad melancólica. 

Y esto es lo que le ocurre a Lucky, quien vive plácidamente en esta especie de despreocupación. Un día, tras sufrir un desvanecimiento, despierta de ese ensueño y se apresura a visitar al médico: tiene miedo. Su vida da un giro copernicano, su espejismo se desvanece y toma conciencia del límite de la vida. En este punto, inicia un viaje interior junto a los peculiares personajes con los que convive, un viaje de autoexploración, camino a lo que la Psicología Humanista denomina “experiencia cumbre”.

Sabiduría y finitud

La experiencia de la muerte fue investigada el pasado siglo por Elisabeth Kübler-Ross, quien advirtió que la primera defensa psicológica ante la noticia del inminente final es justamente la “negación”. Las personas mayores niegan inconscientemente el destino último, pasando luego a una fase aguda de rabia y depresión, para desembocar en una aceptación final de la muerte.

Pero el caso de nuestro personaje Lucky, y de algunos ancianos, tiene otra lectura que alude a un nivel elevado de desarrollo psicológico. En estos mayores que llamamos sabios, ante el inminente desenlace, aparece la persona cumbre, el ser juicioso y reflexivo que acierta a afrontar el acontecimiento con recursos mentales y emocionales muy elevados.

Fotograma de LuckyAvalon

La sabiduría, a pesar de su evidencia, ha sido largamente olvidada por las ciencias del comportamiento. Sin embargo, en las últimas décadas ha comenzado a ser investigada desde distintas perspectivas. Una de estas ópticas interesantes proviene de la psicogerontología psicoanalítica. 

Destacan aquí dos autores muy importantes, Erikson y Kohut. Ambos subrayan la presencia, en las personas mayores sabias, de un elevado nivel de “autodesarrollo” y “autotrascendencia”, dos indicadores clave de esta cualidad que alcanzan sólo unas pocas personas. La sabiduría, así, dependería de una inusualmente integrada estructura de personalidad, que capacita para trascender la perspectiva personalista y comprender las preocupaciones colectivas y universales.

Según la teoría psicosocial de Erik Erikson, el “yo cumbre” es la consecuencia de haber podido “integrar” los pasajes de la vida, con la aceptación responsable de la misma según se ha vivido. Los individuos que lo alcanzan tienen una vivencia de continuidad con su biografía y una adaptación positiva del deterioro físico y la finitud. Estas características cristalizan en la virtud definida por Erikson como “sabiduría”. Con ella se adquiere un sentido transpersonal del “yo” que va más allá de la identidad meramente humana, como la que las religiones e ideologías del mundo han intentado crear.

Por su parte, Heinz Kohut afirma que el “autodesarrollo” se observa en adultos que afrontan las vicisitudes de la vida apoyados en ideales y valores sólidos que guían su comportamiento. Esto es una señal inequívoca de sabiduría, junto a otras características como la empatía, el carácter maduro y la aceptación de la transitoriedad. 

En cuanto a la “autotrascendencia”, Kohut apunta a una forma de personalidad sólo posible cuando la energía psíquica del ser se transfiere a los ideales éticos y al mundo con el que uno se identifica. Con esta orientación, el ser suspende su propia importancia y responde a su impermanencia con humor y un generoso sentido de la existencia. La sabiduría requiere reconocimiento de las limitaciones como persona concreta y finita, a través de un sentido de “narcisismo cósmico”. Todo ello se labra en el proceso de expansión de una identidad universal e infinita, más que como una mortal e individualista.

La conclusión de Lucky

Lucky es, en el cine, un viejo de 91 años. Encarnando al personaje se encuentra un minimalista Harry Dean Stanton, enfermo durante el rodaje. En una memorable escena final, el personaje hace un manifiesto existencial y sabio cuando dice, junto a sus amigos en el bar, que la única verdad de quiénes somos y de lo que hacemos, y la verdad del universo, es que hay que “aceptar” que todo va a desaparecer. Y que lo único que queda es irse con agallas y tomarlo con una sonrisa en la boca.

Howard, interpretado por David Lynch, habla con Lucky. Avalon

Esta afirmación tajante del personaje, esta opción de mirar cara a cara a la muerte de manera sonriente, recuerda lo que acabamos de decir en palabras de Erikson o Kohut sobre que las personas sabias pueden ir más allá de su propio ego y elevarse con humor y calma sobre la propia importancia y permanencia. Una claudicación convertida en pura luz por la sonrisa de Stanton, un gesto que pasará a la historia del cine y hasta de la gerontología.

Al poco de finalizar el film, el propio Stanton fallecería, dejando esta obra a modo de testimonio personal. Toda una lección de vida.

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