¿Dónde estaba usted el 1 de octubre de 2017? Se preguntará cada vez con más asiduidad cuanto más pasen los años. Hace un año que la sociedad catalana quebró, hace 365 días que una votación fantasma y simbólica despertó los espectros que parecían haber quedado atrás hace décadas. El mal de la guerra, del enfrentamiento, de la intolerancia.

No sé dónde estaba usted, querido lector, aquella jornada negra para la historia de España. Yo le puedo asegurar una cosa, esos instantes, esas 24 horas que transcurrieron a lo largo de ese día histórico y trágico, las viví con tristeza y con desazón. Lo peor fueron las cuatro últimas horas, esos 240 minutos en los que todo estaba ya desmembrado, en los que los hermanos se dejaron de hablar y algunos padres cortaron cualquier diálogo con sus hijos, un servidor apago el móvil y se tumbó en el sofá mientras veía una película sin ganas y meditando los hechos que habían fracturado Cataluña. Las cargas policiales, los secesionistas lanzando sillas a los cuerpos de seguridad del Estado… No había balas ni bombas, pero la guerra, había empezado. Enfrentamiento en el que se sustituyeron las armas convencionales por lazos y por cruces. Todo aquel que no compartiera la tesis del contrario, era acosado y violentado. El vecino amable que siempre te dejaba la sal, se convertía en enemigo porque había puesto en su balcón una bandera de España. Aquel hombre bueno se transformaba en malo por ser cómplice de la opresión del Estado español.

Confundiendo patriotismo con nacionalismo, el secesionismo excluyó a todo aquel que no pensara como ellos intransigiendo las ideas que contradijeran cualquiera de sus tesis. Polarizaron la sociedad para crear confrontación y así poder desarrollar el relato victimista que llevan relatando desde el comienzo del procés. Ellos son los liberadores, el resto somos secuaces del régimen del 78, esa dictadura que les ha dotado de un sitio en el parlamento español y de una tribuna en la que predicar sus posturas independentistas.

Secesionismo, que va siempre de la mano. Nacionalismo, que como ya hizo Hitler en el 1938 cuando invadió Austria amparándose en las presuntas raíces germanas de la nación austriaca, pretende conquistar cualquier territorio que tenga algún hilo de conexión, por pequeño que sea, con el suyo. Se ve en secesionismo catalán cuando evoca a esos países catalanes conformados por Aragón y por la Comunidad Valenciana, y se palpa con el independentismo vasco, encabezado por Bildu, al anexionar Navarra a su territorio. Un nacionalismo destructor e invasivo, que, como el cáncer, amenaza con asesinar España lentamente hasta que una metástasis convierta a una nación viva y próspera en pasto de los gusanos.

Secesionismo, que tergiversa la historia y los acontecimientos para buscar un motivo o razón para emanciparse. Del mismo modo que en el caso de Cataluña, cuya región no era ni un reino ni una comunidad propia, el soberanismo vasco hace lo propio creando una historia de arraigo que nunca existió. Esos vascuences insumisos, como así les llamó el rey Ramiro I de León cuando cedió a ese pueblo, proveniente del norte de Europa, un espacio en la península para que se cobijara. Huérfanos de historia, y de principios, pretenden imponer sus ideales inventados a otras regiones con memoria propia. Por mucho que lo intenten y por más que sus esbirros de Compromis o Bildu insistan, los recuerdos del Reino de Valencia y el Reino de Navarra son mayores que los de sus historias inventadas.

 

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