De entre las numerosas curiosidades que adornan y presenta el ser humano siempre me ha intrigado esta. Es decir, el motivo o razón de que una misma ventosidad resulte nauseabunda o nada molesta – a algunos hasta agradable – dependiendo de la autoría propia o ajena. Vamos, de su firma. Era extraño que entre los miles de sesudos, e inservibles, estudios patrocinados pública y privadamente no existiera uno abordando este extendido y transcendente enigma. Otras incógnitas, importantes pero no tan esenciales han ocupado las más brillantes y preclaras mentes en su lucha por iluminar la oscuridad.
Los hay que han averiguado que las ratas no siempre distinguen el japonés hablado al revés del holandés, también hablado al revés; otro analizó los efectos del masaje anal en la cura del hipo; la viabilidad de extraer el sabor a vainilla de las heces de las vacas; la mayor capacidad de salto de las pulgas de perros frente a las de gatos. Perros 1 – Gatos 0; la inmunidad de los pájaros carpinteros a las cefaleas e incluso (me encanta este), la relación directamente proporcional entre la tasa de suicidio y la frecuencia de música country en la radio (1). Todos ellos, como se aprecia, fundamentales para el desarrollo y evolución de nuestra especie. Sigue siendo sorprendente que con este nivel no nos hayamos extinguido aún o haya vida extraterrestre interesada en contactar. Deben de estar aburridos, demasiada quietud espacial, y quieren echarse unas risas.
Indagando en red resulta que sí lo hay. Al parecer, por repelente que sea, el cerebro identifica el “aroma” propio como familiar e inofensivo y justo lo contrario el ajeno. El que no nos pertenece se presenta peligroso y dañino, aunque su fragancia sea idéntica lo que, por otro lado, es imposible. Hay una especie de huella dactilar intestinal y bacteriana que ya quisieran los del CSI aislar y recoger en bases de datos para contrastar. Nada de extrañar tendría que, en breve, se dictaran órdenes judiciales obligando peerse en recipientes esterilizados a tales fines. Al tiempo. La ciencia avanza que es una barbaridad.
Tantos años de evolución y el carácter gregario del ser humano ha hecho mella en nuestro comportamiento cotidiano. Es nuestro cerebro quien discrimina las ventosidades y similares, calificándolas por procedencia como inofensivas o no. En un inmediato y primer examen, primera impresión o flechazo, acepta la flatulencia proveniente de uno mismo o su grupo y rechaza de plano idéntico perfume procedente del contrario, con consecuencias y derivadas. Me explico. En el área azulgrana un codazo de Piqué a Sergio Ramos será para el culé intranscendente, involuntario y fruto del juego, hasta incluso merecido por un incidente ocurrido hace diez años; para el merengue será agresión en toda regla, penalti, expulsión y disolución del club, a ser posible. Y viceversa. Ejemplo vivo de que el mismo acto, el mismo viento, es o no aceptable dependiendo de la cercanía con su autor. La objetividad es una quimera. Quizá la mayor.
Si todo un ministro, digamos al azar de fomento, se reúne a altas horas de la noche en un aeropuerto, dentro de un avión privado con una vicepresidenta de otro país, para adeptos y creyentes será un acto justificado, lógico, razonable y hasta necesario. Carece de importancia, es accesorio, que tenga prohibida la entrada en territorio Schenguen y pisar suelo patrio. No hay duda de la versión al respecto aún cuando se haya variado seis veces, de momento. Huele bien, satisface, a propios y apesta, repugna, a contrarios.
Si el título académico que se esgrime procede de la tómbola de Navidad y vale menos que una etiqueta de Anís del Mono (se le echa de menos D. Gregorio (3) ) o tu tesis doctoral no aprobaría ni la ESO, será pestilente o fragante según nariz que lo aspire. Oponerse y desacatar las instituciones del Estado, las resoluciones de sus poderes y los mandatos de las autoridades constituirá rebelión, sedición y castigo sin merienda, tele y play station para todos menos para los hocicos de los lebreles del pastor. A estos olerá a pan recién horneado y Gloria bendita, mientras que al resto nos repele, asquea y repugna a partes iguales.
Como no tiene nombre – que se sepa – me he permitido bautizarlo. Es el “efecto myfart” (2). En inglés seguro que tiene más salida que llamarlo “meupet” (Catalán, Valenciano o Mallorquín), “nire-larrua” (Euskera) o cualquier otra extendida y universal lengua. En extenso sería la facultad mental de justificar insufribles gases cercanos y repeler los extraños aunque tengan idéntico aroma putrefacto.
Este “efecto myfart” se encuentra más extendido de lo que parece. Lo sufren padres de hijos díscolos y revoltosos cuando cometen alguna trastada por grave que sea y, en general, todo el que pertenece a un colectivo más o menos unitario enfrentado a otro de igual dirección pero sentido contrario (4). Prolifera en ambientes nulo-pensantes, donde obtiene el terreno óptimo si, además, carece de abono cultural y crítico. Pero su máximo esplendor lo encontramos en los conjuntos y agrupaciones con la ética intacta por falta de uso. Si además participan de la filosofía del progreso personal sin miramientos ni ataduras, llega a insertarse en el ADN de sus miembros y se transmite a las generaciones venideras.
Es muy frecuente entre la casta política, por lo menos la patria. Derivados del mismo, con idéntica estructura y cimientos, son el efecto “haz lo que yo digo, no lo que yo hago”, el conocido “y tú más”, “ahora nos toca a nosotros” o el afamado “eso era antes de ser ……. (póngase el cargo a gusto de usuario)”. Otra de sus manifestaciones más frecuentes cursa en modo corporativo, cierre de filas en testudo romano, ante meras críticas de ajenos al colectivo criticado. En estos casos se adopta la defensa del erizo y quien quiera que se ensarte en sus púas.
Por fortuna hay vacuna (pareado indeseado), eso sí, en fase experimental muy avanzada, ensayada en cerdos y roedores por cercanía y similitudes obvias. El principio activo procede de una rara y escasa planta, la moralina. Se trata de un arbusto agreste que crece en páramos y paisajes solitarios alejados de la civilización y redes sociales. Segrega una sustancia captadora del tufo propio o ajeno sin distinguir procedencia o autoría y quien lo ingiere tiende al análisis, crítica y censura prescindiendo de su autor o procedencia. Tiene, además, un beneficioso efecto secundario sobre descanso y sueño, proporcionando paz y sosiego a sus consumidores. No es adictiva y se puede tomar el tiempo que se quiera sin contraindicación alguna.
La mala noticia es que no hay forma de encontrar, entre los afectados por el “myfart”, voluntarios para probarla en humanos.

(1) Todos ellos ciertos. Pueden encontrarse en la página de los Ig Nobel, o contranóbeles absurdos.
(2) Mi pedo, en traducción literal.
(3) El genial Chiquito de la Calzada.
(4) Tercera Ley de Newton

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