No creo ser el único que vengo escuchando y leyendo amargas quejas y sangrientas críticas frente a quienes hoy, o en los últimos tiempos, dirigen nuestra nave. Que si son unos mentirosos, unos falsos; que no tienen vergüenza; que lo mismo les da ocho que ochenta y ocho; que si ahora digo esto y pasado mañana lo otro; que si donde dije digo ahora digo Diego y no me despeino. Ciertas y acreditadas todas ellas. La maldición – bendición – de las redes sociales almacenan declaraciones solemnes de todos ellos contradiciéndose, mintiendo, sin el menor reparo con tal de alcanzar la cima, el éxito, el triunfo.
No tienen color ni condición definida salvo la pertenencia a la élite dirigente. La nueva nobleza. Los que deciden, dirigen los pasos, guían el barco y deberían, al menos, dar ejemplo. Unos dicen que nunca mudarán de barrio y costumbres; que bajarán a comprar el pan y fiambre del bocadillo a la tienda de siempre para saludar a sus vecinos, también de siempre. Otros que jamás se entenderán con quienes atacan – y no acatan – el orden y la ley. Los de más allá que accederán al poder para bajar impuestos, subir tal o cual derecho social o eliminar listas de espera de servicios esenciales. Todo mentira, embuste y engaño.
Al minuto siguiente de alcanzar una posición privilegiada, el arraigado vecino del barrio traslada sus huesos y familia a las afueras en zona residencial con servicio y vigilancia sufragada por todos, incluidos sus creyentes (y engañados) electores; quien prometió negar el pan y la sal a los enemigos del sistema se sienta a su mesa y comparte mantel sonriendo satisfecho de la compañía; las promesas del pasado se diluyen y tragan sin sentir como azúcar en café. Ponen cara de poker, inventan alguna explicación – cuánto más inverosímil mejor – y esperan que pase la borrasca convertida en chubasco disperso por el control de su difusión e importancia en los medios de comunicación El poder alcanzado también les asigna esta facultad. Bonito y triste panorama.
Ya lo previó D. Carlitos Roberto Darwin y su teoría de la evolución. Los individuos mejor dotados de la especie para adaptarse al medio sobreviven y triunfan sobre los peor preparados. Las capacidades de éstos, sus diferencias sobre el resto, se insertan en sus genes y transmiten a las generaciones siguientes asegurando su preeminencia y supervivencia. Desarrollan aptitudes y modos que les asegura y garantiza el triunfo personal y del colectivo propio. Poco o nada que discutir. La fórmula es sencilla y muy comprensible una vez conocida. Lo triste aparece cuando se aplica a la inversa.
Las aptitudes desarrolladas por el más capacitado han de ser útiles en el medio que habita. De poco sirve la fuerza del elefante en mitad del mar o los afilados dientes del tiburón blanco en plena sabana africana; el camuflaje del tigre de bengala en una montaña nevada o la agilidad del mono trepador en el desierto. El medio determina la cualidad precisa para el triunfo. El éxito de la especie depende de la capacidad de adaptación, comprensión y dominación del mismo. Ya llegamos donde íbamos. El ecosistema habitado marca las aptitudes necesarias de la supervivencia. Quien triunfa en nuestra actual sociedad engañando, mintiendo, robando, falseando, siendo un hipócrita y encarnando actitudes y aptitudes detestables es porque el sistema premia estas “cualidades” y castiga las contrarias.
Condeno la falta de veracidad, honestidad, honor y palabra de quienes son los faros, nos guste o no, de nuestro país. Los de ahora, los de antes y los que vengan, sin distinciones. En lugar de dar ejemplo y ser espejo de virtudes, o evitar dar vergüenza ajena, se comportan, en el mejor de los casos, como caciques decimonónicos. En el peor, como auténticos señores feudales. Hacen y deshacen a su antojo; se procuran privilegios inmerecidos; se alejan y sobreponen al pueblo que los soporta y sufre paciente y democráticamente; se sustentan de nuestro sudor, al tiempo que nos desprecian o simplemente ignoran, que es peor. Y como premio por estas capacidades, valía y méritos aceptamos estoicamente su desmarque del común de los mortales. Los convertimos en líderes y en sus manos ponemos futuro y esperanza. ¡Mira que somos capullos/as!. Nos quejamos amargamente de ellos. No entendemos por qué tienen que vivir como pachás, cobrar abultados sueldos, complementos y dietas, y no tener que cotizar durante toda una vida como la condena que el resto soportamos. Pero ahí nos quedamos como las vacas que ven pasar el tren.
Si en algo nos caracterizamos los españoles, de cualquier territorio, es en la habilidad innata de escurrir el bulto, en no aceptar nunca la propia responsabilidad. Desde pequeños, cuando se rompía algo (espontáneamente) y tu padre/madre preguntaba por el responsable había sido tu hermano, estuviera o no en casa o fueras hijo único. Si lo hacemos nosotros habitualmente por qué no iban a emularnos nuestros faros de Alejandría y estrellas polares. ¡Qué mayor prueba de su españolidad y patriotismo! No sería de extrañar que, en breve, sustituyeran los toros de Osborne de las carreteras por la fachada del Congreso de los Diputados. Hazte Oir y Aduaneros sin Fronteras ya están en ello.
No podemos hacer responsables de nuestras costumbres y defectos a los que antes eran como nosotros y ahora la nueva nobleza, con privilegios y normas propias mucho más permisivas y tolerantes. Lo único que hacen es destacar en el manejo de las cualidades que les permiten sobrevivir, destacar, triunfar y perpetuarse en un ecosistema en que el engaño y la falsedad son virtudes y la verdad y la sinceridad defectos.
Así que, siguiendo a Darwin (a estas alturas, Chalie-Rober), tanto el problema como la solución está en nuestras manos, onanismos al margen. Es posible pero lenta como proceso a político. Resulta imprescindible entender que vilezas, mentiras e incoherencias – haz lo que yo digo pero no lo que yo hago – son indignas y, en lugar de premiarlas, censurarlas y erradicarlas. Como mínimo, mediante el apartamiento de las primeras filas evitando dar poder sobre nuestra vida y patrimonio a quien tiene el engaño y la mentira por brújula.
Perdemos de vista que en esta galera nacional los atados a los remos somos el pueblo. Que si naufraga por una maniobra estúpida, inadecuada o torpe de la tripulación, por ineptitud, incapacidad de navegar o interés en tomar rumbos imposibles, los que nos ahogamos somos los remeros. ¡Qué distinto sería todo si fueran capitán y tripulación! Si se responsabilizaran de sus decisiones y les afectaran, si no vivieran en torres de marfil, alejados del mundo que, desde su inmaculada y pulcra cúpula, dirigen. En definitiva, si se hundieran ellos.
Pido disculpas, me he levantado utópico.
Enrique Vila