La semana pasada se estrenó en España la última cinta de Paolo Sorrentino, Silvio (y los otros), refundición en 150 minutos de una película que en su formulación originaria comprendía dos partes (Loro 1 y Loro 2) que juntaban en total más de 200 minutos. Silvio (y los otros) pretende ser una evocación del expresidente italiano Silvio Berlusconi (interpretado por el actor fetiche de Sorrentino, el siempre excelente Toni Servillo) en uno de los momentos más difíciles de su carrera política y del entorno de arribistas que le rodea. Significativamente, la traducción española del título subraya la importancia de la figura central, Silvio, mientras que el título italiano original subrayaba en cambio la importancia de la gente de su entorno (ellos, Loro).

Y es que, realmente, Loro, la versión original dividida en dos películas, y Silvio (y los otros), la versión refundida que podemos ver ahora en España, son dos obras sustancialmente distintas. Silvio (y los otros) presenta un corte demasiado abrupto entre sus dos partes, la primera centrada en el arribista Sergio Morra, que desaparece repentinamente de escena, y la segunda centrada propiamente en la figura de Silvio Berlusconi, que termina eclipsando y trivializando a la primera. Pero, a diferencia de la sobriedad con la que trata al arribista, el retrato que realiza Sorrentino del expresidente italiano tiene mucho de caricaturesco y pierde por ello toda convicción. Silvio (y los otros) no llega a ser cine político, porque su crítica política se diluye constantemente en una crítica moral más amplia y porque su caracterización de Silvio Berlusconi es manifiestamente desajustada, por sus excesos paródicos, a lo que cabría esperar de un retrato serio de una figura política. Da la sensación de que Sorrentino ha tratado de encajar al personaje de Berlusconi dentro del molde de personaje trágicamente ridículo que tan productivo le ha resultado en sus obras maestras (La gran belleza y La juventud), una fórmula que no funciona en absoluto con un personaje real con una naturaleza tan definida y grave como la de un jefe de estado (por mucho que se trate de Silvio Berlusconi). El contraste de este histrionismo con el profundo dramatismo que muestra sin embargo el retrato de algunos aspectos de la vida privada del expresidente, especialmente en el conflicto con su hastiada mujer Verónica, crea una tensión en el dibujo del personaje principal que denota cierta confusión en su delineamiento.

Aunque la cinematografía en general, y especialmente la de algunas escenas muy concretas (como el eventual regreso de Berlusconi al negocio de la venta de viviendas o su discusión final con Verónica), mantienen la calidad técnica que ya conocemos en su director, lo cierto es que la factura de Silvio (y los otros) resulta mediocre en numerosos aspectos. Sorrentino explota casi hasta el paroxismo su habitual recurso a las escenas de fiestas, que le permiten registrar planos multitudinarios con el abigarramiento carnavalesco que tanto le gusta. Pero, a diferencia de lo que ocurría con La gran belleza, donde este recurso aparecía de forma contenida y como sugerente contraste con la majestuosidad clásica del paisaje urbano de Roma y con la música operística que lo acompañaba, las escenas de fiesta en este caso acaban saturando al espectador y recaen con frecuencia en una estética banal y videoclipera que permea los momentos más bajos de la película (concentrados fundamentalmente en su prescindible primera parte). Silvio (y los otros) presenta además otro defecto que suele ser muy habitual entre los cineastas con personalidad creativa que han llegado a lo más alto en los circuitos cinematográficos comerciales (como es el caso de Sorrentino): un exceso de presupuesto. No solo porque una parte importante del metraje (cerca de una hora, probablemente) resulte manifiestamente prescindible, sino sobre todo por la inútil ostentación de recursos técnicos que acaban resultando más bien una carga visual: demasiados animales modelados en 3D, demasiadas escenas a cámara lenta, demasiados arreglos con ordenador y demasiada postproducción aproximan la estética de Sorrentino a la del blockbuster norteamericano al uso. Con todo, el espectador seguramente se quedará con la sensación de que se podría haber hecho mucho más con mucho menos.

Mención aparte merece la última escena, que es sin duda la mejor de la cinta y que se desarrolla en el marco de los desastres ocurridos en la localidad de L´Aquila por el terremoto de 2009. Una estatua de Cristo, que había quedado entre los escombros de una iglesia derruida por el terremoto, es rescatada cuidadosamente por una grúa ante la expectación de los vecinos y de unas monjas. Con esta bella escena Sorrentino hace un guiño a su trabajo en El joven papa al tiempo que lanza una mirada final a la tradición católica como posible vía de escape a la hoguera de las vanidades y a la corrupción total que ha retratado en los minutos previos. Implícitamente, este final apunta también a otros posibles principios. ¿Cuál será el camino que tome el cine de Sorrentino a partir de ahora? Las posibilidades son sobre todo dos: o bien repetir hasta la saciedad el esquema de La gran belleza, o bien cambiar radicalmente de tercio. Silvio (y los otros) se inclina claramente por la primera opción, aunque trate de buscar para el tema de Sorrentino por excelencia, el de la vaciedad del poder y de la riqueza, una coloración más moral o política (que en el caso de La gran belleza era más existencial o estética). Acaso, pensamos nosotros, la opción más certera, pero también la más arriesgada, sea la segunda.

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