La aventura de experimentar el dinero fácil, en un mundo de acción y rodeado de lujo, llamó la atención del cine de Hollywood desde que la inocencia de los hermanos Lumière, Griffin y la sórdida candidez del cine mudo, se esfumó como un azucarillo en un universo neonato. Cuando en los años 30, la Ley Seca y los violentos vericuetos de Chicago se colaron en los entresijos de los mejores guionistas de la urbe californiana, sin duda “untados” con dinero proveniente de cuestionables procedencias, se germinó el embrión del Cine Negro, de los tipos duros, de los negocios turbios de alcohol, que luego fueron las drogas y cualquier asunto que excediera el código penal americano. La “Caza de brujas” del funesto senador Joseph McCarthy no vio peligro en estos quehaceres, que fueron adaptándose a las nuevas ilegalidades de los tiempos. La mafia no solo campó a sus anchas por las calles de Chicago o el Bronx; fue lamiendo las mieles de las instituciones del país de las trece barras y las cincuenta estrellas.

Scorsese (1942), viéndose ya octogenario, ha succionado una obra literaria embadurnada de lo más cruel de la mafia, “epicentrado” en una de las desapariciones más repletas de incógnitas de la historia del Hampa: “Aunque ahora casi nadie se acuerde de Jimmy Hoffa, fue uno de los hombres más importantes de aquella época”. Así de frío, así de cruel. La mafia te permite estar en la cúspide, o pasar al olvido, en solo un periquete. 

El director neoyorquino, con un guión sustancioso en sus manos, se viste de Doctor Jekyll, esforzándose por dejarnos ver que casi todos los protagonistas de esta sustanciosa historia de tres horas y media murieron de varios tiros en la cabeza. Muy pocos llegaron a viejos sin pisar la trena. Pero su macabro Míster Hyde no puede evitar volver a este género adictivo para los amantes de “El Padrino”, que hicieron de esas dos primeras partes la obra culmen del séptimo arte. 

Las reminiscencias de la obra de Coppola (1939) son latentes en la gran pantalla. No solo por la música, que nos aborda por sorpresa y descaro, sino por los tres protagonistas de peso de la obra: Pacino (1940), De Niro (1943) y Pesci (1943). Uno siente pena del paso del tiempo, de dónde han ido a parar las ojeras de Pacino y su cara de ir de vuelta de todo. Pero es éxtasis ver que defiende el papel, con talento y naturalidad. Y con una tarea supina para nosotros: el de darse cuenta que ese hombre es un actor y no un mafioso más. Michael Corleone jamás se despojó se un papel que le ha llevado a la historia de la humanidad. Porque hasta su Scarface (quizá su mejor papel) está “precuelado” por los Corleone. El Padrino es la inspiración de todo lo que vino después. Coppola no volvió a hacer una trilogía como aquella, aunque sería injusto no declarar que “Apocalypse Now” está en el Everest de las grades creaciones norteamericanas. Pero Coppola, que no se quiso aferrar a un estilo, jamás volvió a tener el éxito de aquella vez.

Todos estos ases de Hollywood fueron concebidos entre 1939 y 1943. Prácticamente son quintos, nacidos entre los ecos de las bombas hitlerianas, cuando sus progenitores liberaban a Europa de la barbarie nacionalsocialista y las mujeres, como siempre, guardaban la tierra, el país, salvaguardaban la existencia del ser humano. La mujeres, tan denostadas a lo largo de la historia de la humanidad, pero de una suma importancia en el desarrollo de la misma. Y estos guajes nacieron con los ecos de la guerra y la nostalgia de los años 30, de tiempos pasados mejores, de subsistencia entre coches de lujo, sombreros elegantes y gabardinas. Sin duda les hablaron de los años 20, del dinero fácil, del crack y todo aquello. Y, con toda certeza, Martin Scorsese, a pesar de haberse ganado la vida con otros estilos, financiados justamente por productores adinerados, querría irse de este mundo por la puerta grande. Y “The Irishman” puede ser un perfecto epitafio para este ilustre neoyorquino.

Su mano se nota en el atrevimiento de los sutiles flashbacks (hasta 4) que nos transportan en el tiempo de la mano del buen hacer de los maquilladores. Ha sido aquí cuando me ha venido a la mente una idea futurista: la de manipular por ordenador las caras de esos monstruos. Imaginé cómo serían las caras reales de esos actores que ya nos dieron lo mejor de ellos. Sin duda llegará ese tiempo, aunque solo sea de manera experimental. Porque en el cine, lo que más nos atormenta a los amantes del género clásico es el paso de los años. Recuerdo una frase de Garci en uno de sus coloquios: “¡Están todos muertos!”. Por eso, anoche, en la sala mágica del cine, con una película en versión original bien subtitulada al castellano, degusté cada milímetro de la cinta cinematográfica. Gocé con los decorados, atrevidos y cuasi imposibles. Las arcas de Netflix están bien nutridas de fondos.

Con “The Irishman”, la mayoría de sus caras visibles han saldado cuentas con su pasado. Ofrecer al público actual una obra de tanta envergadura y metraje, sin posibilidad de intermedios ni de versiones dobladas, es un atrevimiento que solo está al alcance de muy pocos. Los que ayer fuimos rehenes del género, embobados ante lo visto, disfrutamos de lo lindo, de un ensayo narrativo, explicativo y explícito en imágenes. El sueño de cualquier director, como siempre ha dicho “mi director”, que no te corten escenas. Martin nos ha mostrado todo el esqueleto, los músculos, la piel y las prendas de este noble arte. El alma lo han puesto los actores. Y la vida se la damos los espectadores que, atónitos y algo tristes, asistimos a una de las últimas faenas de estos dioses hollywoodienses. 

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