El proceso de adhesión a la Unión Europea (UE) de Albania, Bosnia y Herzegovina, Montenegro, Macedonia del Norte, Serbia y Kosovo*, también llamados los Balcanes Occidentales, lleva más de una década caracterizándose por la “fatiga de la ampliación” o la “fatiga balcánica”, fenómenos que hacen referencia a la falta de voluntad o capacidad de la organización supranacional de absorber nuevos Estados miembros al exclusivo club europeo. 

Durante años, la negativa europea ha estado motivada por la idea de que admitir a nuevos estados obstruiría el buen funcionamiento de los procesos e instituciones de dicho organismo, a la vez que debilitaría las perspectivas económicas de sus miembros. Sin embargo, a día de hoy, la narrativa ha cambiado a una de “resistencia de ampliación”. Es decir, la oposición a la ampliación se apoya en la aparente incapacidad de los países candidatos de cumplir con los criterios de Copenhague, así como los requisitos políticos y económicos estipulados en el Proceso de Estabilización y Asociación (PEA). 

La persistente ineptitud por parte de los Balcanes Occidentales de implementar adecuadamente el acervo comunitario, no se debe a una falta de recursos económicos, ya que desde el 2007, la UE ha inyectado, dentro del marco del Instrumento de Ayuda de Preadhesión (IAP), más de 38 mil millones de euros a los países del sureste de Europa. Para el período del marco financiero plurianual 2021-2027, la dotación presupuestaria del IAP III es de 14.162 millones de euros. 

Uno de los aspectos más llamativos de estas partidas financieras son los propios beneficiarios. Turquía, a pesar de encontrarse en un punto muerto en sus negociaciones de adhesión desde el 2018, debido a su continuo retroceso en áreas clave como el funcionamiento del sistema democrático, sigue siendo junto a Kosovo* perceptor de estos fondos. Este último es especialmente incómodo y chirriante para la diplomacia española por tratarse de un territorio que no sólo carece del estatus de país candidato por la UE, sino que además no está reconocido como Estado independiente por España y otros Estados miembros de la UE, como Grecia, Chipre o Eslovaquia. 

Asimismo, detrás de la supuesta “incapacidad” de los Balcanes Occidentales de reformar sus instituciones, consagrar el Estado de Derecho y desarrollar una economía de mercado abierta y competitiva, se esconde una perniciosa práctica de “involuntad” política.  Y es que el IAP, lejos de servir como instrumento para ayudar a los beneficiarios a promover reformas políticas, institucionales, jurídicas y económicas, ha servido de trampolín para perpetuar la tiranía de las “estabilitocracias” balcánicas. Dicho término describe a régimenes que de cara a la galería fingen abrazar la integración a la UE, así como los principios y valores que la sustentan, pero internamente viven de estructuras clientelares y promueven prácticas antidemocráticas como, por ejemplo, el control de los medios de comunicación. 

El exiguo progreso de los Balcanes Occidentales en materia de democracia, Estado de Derecho y derechos fundamentales es prueba de ello. Según el Índice de Transformación Bertelsmann (BTI), todos los países de los Balcanes Occidentales, excepto Macedonia del Norte, han experimentado un continuo retroceso político e institucional. En este sentido, cabe preguntarse por qué la UE aún no ha tomado cartas en el asunto cómo hizo en junio de 2018 con Turquía, y por qué, aún siendo testigo del fracaso del IAP en cumplir su objetivo fundacional, continúa fomentándolo. Lo que sí se puede afirmar es que el IAP se ha convertido en una herramienta que las élites políticas de los Balcanes Occidentales emplean para permanecer en el poder y reforzar su control sobre la sociedad. Mientras tanto, la UE ha pasado de ser un mero espectador a cómplice en el proceso de la declive balcánica.

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