La España de la titulitis, los posados y los achaques de soberbia está más de moda que nunca. Es la principal y acre sátira que se puede desprender de casos que han copado horas y horas de telediarios y tertulias y rellenado periódicos y panfletos, como los casos de Cristina Cifuentes o Pablo Casado y su dudosa formación. Es evidente que la defensa a ultranza de esos misteriosos títulos tiene más que ver con el relleno de un currículo a todas luces inservible que con la demostración de unas habilidades y conocimientos adquiridos a través de dicha formación. En esta nueva sociedad ya no hay espacio para el saber en según qué esferas, y sí, en cambio, lo hay para las polémicas absurdas sobre quién aparenta saber más, aunque ese conocimiento no sea más que un tinte barato que se deshace con las primeras lluvias.

Hace algunos meses, el periodista Sergio del Molino, recogiendo parte de los estudios del matrimonio Rabaté y de Severiano Delgado, realizaba una disertación en la que cuestionaba la veracidad de las famosas palabras de Miguel de Unamuno y Millán Astray en la Universidad de Salamanca: Este es el templo de la inteligencia y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis […]. En esencia, esta es una de las citas más famosas de las que allí, presuntamente, se pronunciaron, ya que no hay constancia de ellas porque el catedrático vasco no portaba micrófono alguno. No obstante, desde aquellos tiempos relativamente pretéritos, estas palabras han sido repetidas como un mantra incuestionable, hasta tal punto en el que ya las damos por veraces, obviando que pudieron ser, como todo apunta, parte de la dramatización de tan determinante y reseñable momento. ¡Muera la inteligencia!, se dice que fue la frase de Millán Astray que desencadenó la exhortación de Unamuno. Dicho y hecho.

Hoy en día, muchos son los políticos, famosos y demás peones de nuestras sobremesas los que se han empeñado en abandonarse a tales ardides, pregonando una cultura basada en lecturas que apenas tocaron, pues de otro modo no se explican tamaños errores. Recordada hasta la saciedad queda la supuesta cita del Quijote que utilizó la célebre María Dolores de Cospedal en un tuit; esa que transita por redes sociales atrayendo a inocentes y falsos amigos del manco de Lepanto con sus cantos de sirena: Hoy es el día más hermoso de nuestra vida, querido Sancho […] la disposición para hacer el bien y combatir la injusticia donde quiera que estén. La frase, preciosa, es digna de aparecer en agendas y tazas coloridas, no obstante, jamás fue escrita por la pluma más famosa de las letras hispánicas, para desgracia de la ex secretaria general del PP y para regocijo de la comunidad virtual.

Pero no sólo Cospedal se ha metido en charcos innecesarios por abarcar una tradición literaria magna, no. Carmen Calvo, ex ministra de Cultura y actual ministra de Igualdad, volvió a pecar de soberbia -recordemos que estaba bajo observación por su famosa disputa con los latinajos-, y, aunque no pretendió buscar un pie motivador y preciosista para su última foto de Instagram, sí que mezcló churras con merinas, para desazón, de nuevo, de Miguel de Cervantes, que, no contento con no tener un retrato decente, tiene que verse ahora con repuntes de sus apócrifos como si fueran crecientes cabezas de hidra. La ministra, en pleno discurso igualitario con el que sazonó la bienvenida a Luis García Montero como director del Instituto Cervantes, enumeró a varias figuras femeninas de la magna obra del alcalaíno, sin percatarse de que Dulcinea del Toboso y Aldonza Lorenzo son, en realidad, la misma persona. Dos caras de la misma moneda.

Qué fácil sería que, en lugar de deleitarnos con frases y citas célebres tecleadas a toda prisa en el primer buscador de turno, dedicásemos un rato a interesarnos de verdad por aquello que consideramos digno de embellecer un discurso público. Desde la base, sin aspavientos; inculcando la búsqueda del conocimiento por satisfacción personal y como trampolín a una vida mejor, no para engrosar currículos y aparentar una sabiduría de pega que es efímera como una carroza a medianoche. Como dijo -o no dijo- Millán Astray: “Muera la inteligencia”, en pos, siempre, de quedar bien delante de las cámaras.

 

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