La centenaria cinematografía española, a pesar de su creciente apertura al ámbito internacional, no parece haber conseguido deshacerse de una lacra que arrastra casi desde sus años fundacionales. El prejuicio sobre la inferior calidad del cine español respecto de los productos que vienen de otros países, especialmente de los grandes exportadores de películas como Estados Unidos, sigue plenamente vigente en una parte muy significativa de los espectadores y de los críticos, la mayoría de los cuales suscribirían seguramente aquellas palabras que célebremente pronunciara Juan Antonio Bardem hacia 1955: «El cine español es políticamente ineficaz, socialmente falso, intelectualmente ínfimo, estéticamente nulo e industrialmente raquítico». Esta sentencia, que todavía resuena como un aldabonazo bajo las líneas generales de las previsibles críticas que a menudo se vierten contra nuestra cinematografía (su tibiedad política, su frivolidad temática y formal, su baja rentabilidad económica), ha resultado menos un revulsivo que un aliciente para el sistemático e indiscriminado desapego que la mayoría de los españoles (y no solo españoles) manifiestan a día de hoy por nuestro cine.

Creemos que en la actualidad ya hay suficiente perspectiva como para hacerle un juicio más justo y abarcador a nuestro cine, al que solo desde una notable miopía histórica puede negársele la riqueza y la variedad artística que comparte con otras grandes cinematografías, como la francesa o la estadounidense. El propio Juan Antonio Bardem puede servirnos como ejemplo de esto: Muerte de un ciclista (1955), una de las mejores películas que nos ha dado el cine español, es uno de los mejores exponentes internacionales del género noir, con el que tiene en común su elegante fotografía en blanco y negro y su corrosiva crítica social. Comparar esta película con la primera obra del tan celebrado director italiano Michelangelo Antonioni, «Cronaca di un amore» (1950), con la que comparte actriz protagonista y que tiene una trama muy similar, dará cuenta de hasta qué punto era capaz el cine español en los años 50 de producir obras maestras a la altura del mejor cine europeo. Acaso por una cuestión de carácter, o acaso por una constante cultural, lo cierto es que el género policíaco ha conocido en España más parodias (algunas brillantes, por lo demás) que recreaciones serias. Es tal vez solo en esta clave de parodia como cabe valorar El crack (1981) de José Luis Garci o Ditirambo (1969) de Gonzalo Suárez, una de las obras más acabadas de la vanguardista escuela de Barcelona. No han faltado sin embargo genuinas recreaciones del género, como la extraordinaria y semiolvidada cinta de José Antonio Nieves Conde Los peces rojos (1955), donde el noir y el género fantástico se hermanan de forma prodigiosa. A los amantes del género negro tampoco podrán pasarles desapercibidas películas como El cebo (1958), de Ladislao Vajda o Rififí en la ciudad (1963), la única película sobresaliente de Jesús Franco.

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El neorrealismo, corriente propia del cine italiano de posguerra, encontró también entre nosotros a vigorosos cultivadores. Es el caso de la otra gran película de Nieves Conde, Surcos (1951), pero, sobre todo, de una de las películas malditas del cine español, cuya trayectoria fue deturpada por la censura y cuya maestría no pudo ser admirada hasta muy tarde: nos referimos a El mundo sigue (1963) de Fernando Fernán Gómez, otra de las obras maestras indiscutibles del cine español. No somos los primeros en afirmar que Lina Canalejas, que interpreta el trágico papel principal de esta película imprescindible de nuestra cinematografía, habría alcanzado con toda probabilidad el estatus de una Sofía Loren o de una Anouk Aimée si su carrera se hubiera desarrollado fuera de España. La fuerza cinematográfica de esta obra que bien podría haber sido escrita por el propio Lorca la relaciona con otros grandes hitos, de gran fuerza dramática, de nuestra cinematografía, como Hay un camino a la derecha (1953), de Francisco Rovira Beleta, Cielo negro (1951) de Manuel Mur Otí o Los golfos (1959), primer largometraje de Carlos Saura. En estrecha relación con esta corriente se nos aparece la fértil tradición del drama rural español, que tiene su punto de partida en la clásica obra de Florián Rey La aldea maldita (1930), de la que parte una corriente que pasa por Las Hurdes/Tierra sin pan (1933), de Luis Buñuel, y que llega hasta Los motivos de Berta (1984), primer largometraje de José Luis Guerín y Los santos inocentes (1984), de Mario Camus, culminando en la obra maestra de José Luis Borau, Furtivos (1975), y que aún se prolonga en películas más modernas que explotan a su manera el drama rural español: así, con ánimo documentalista, Pilar Miró en El crimen de Cuenca (1979), con una personal y sugestiva mirada Julio Medem en Vacas (1992) y con una paródica subversión del género José Luis Cuerda en la divertida y metaficcional Amanece que no es poco (1989).

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La reflexión sobre el propio cine, la metaficción, que a menudo se ha considerado como rasgo de la modernidad artística, no ha sido ajena en absoluto al discurrir del cine español. Desde bien temprano asistimos a la producción de películas como la extraordinaria Vida en sombras (1948), de Lorenzo Llobet-Gràcia, que inicia una tradición de cine intelectual, recursivo, que se toma a sí mismo como objeto de reflexión. Esta corriente culmina con la obra de Víctor Érice, al que podemos catalogar sin hipérbole por nuestra parte como uno de los grandes cineastas de la historia del cine, parejo a Yasujiro Ozu o Robert Bresson. El espíritu de la colmena (1973) constituye una reflexión lírica sobre el propio cine y sobre la forma en que es percibido por una mirada infantil que no distingue aún entre la ficción y la realidad, todo ello tamizado por la coyuntura político-social de la posguerra española, presentada de nuevo tal y como es percibida por un niño. Será con la obra maestra El sur (1983), que nos atrevemos a colocar en el primer puesto entre las películas del cine patrio, como Víctor Érice terminará de dar forma a su inimitable poética cinematográfica, obteniendo un perfecto equilibrio entre el simbolismo que heredara del llamado Nuevo cine español y su personal mirada sobre los conflictos entre padres e hijos. El mejor valedor de esta tradición del cine español es a día de hoy el barcelonés José Luis Guerín, que desplegó en el falso documental En construcción (2001) una metáfora viva sobre la construcción cinematográfica. Esta reflexión casi teórica de Guerín sobre el cine se concretó sobre todo en la monumental Tren de sombras (1997), una de las mejores películas españolas, que aúna experimentalismo, documental y ficción para darnos una obra prácticamente muda, ascética, y visualmente sobrecogedora.

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El experimentalismo formal no ha sido en absoluto ajeno a la cinematografía española: obras tan tempranas y tan felices como el Tríptico elemental de España (1955-1961), del polifacético José Val del Omar, así lo prueban. Una serie de imágenes y escenas superpuestas que pretenden chocar emocionalmente sobre el espectador buscan, en esta obra fundacional, reflejar la idiosincrasia de tres ciudades, de tres ambientes, de la geografía española: Castilla, Galicia, Granada. Esta tradición experimental conoce en España un eslabón imprescindible, pero que ha sido casi olvidado, en el genial mediometraje de Cecilia Bartolomé Margarita y el lobo (1969), irreverente retrato de una mujer joven e independiente bajo la cultura tardofranquista. Culmina esta vertiente con otra obra maestra del cine español, emblema de la movida madrileña, Arrebato (1979) de Iván Zulueta, una de las mejores muestras que existen de cine underground. Arrebato, que es también la mejor película de vampiros que puede verse, entronca asimismo con la corriente de autoconcepción del cine que acabamos de glosar: constituye un auténtico homenaje al cine que, como sabrá quien la haya visto, terminará por abducir, literalmente, a su excéntrico protagonista.

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Queda seguramente por destapar un único hilo, acaso el más importante. Es el que parte del cineasta más universalmente reconocido que hemos tenido en España: Luis Buñuel. Aunque es muy conocido el tema de su exilio, Buñuel rodó en España la que es seguramente su mejor película, y una de las mejores de nuestro cine: Viridiana (1961), retrato amargamente irónico de la sociedad española de su época, a la que siguió Tristana (1979), su última producción española. El sucesor natural de Buñuel ha sido, como es admitido generalmente, Carlos Saura, que combinó el surrealismo de su maestro con cierto toque bergmaniano de tendencia psicoanalítica en su primera y brillante etapa, de la que podemos destacar auténticas obras maestras como La caza (1966), La prima Angélica (1973) o Cría cuervos (1976). Una etapa y un planteamiento narrativo que prácticamente se convirtió en un género que explotó sistemáticamente hasta que él mismo decidió parodiarlo y revertirlo en la igualmente magistral Mamá cumple cien años (1979), a partir de la cual el cine de Saura experimentó un manifiesto declive.

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¿Hay, a la luz de lo dicho, que no es ni pretende ser todo lo que se puede decir, un futuro para el cine español? Seguramente, pero este futuro no depende tanto, creemos, de la rentabilidad o de la apertura a cinematografías extranjeras, apertura que generalmente no suele significar nada más que una servil imitación, cuanto de la relectura que nuestros cineastas contemporáneos sepan hacer de su propia tradición. El cine español, hemos tratado de mostrarlo, no se realiza sobre el vacío. Antes bien, hay una tradición centenaria que puede acoger las más diversas propuestas, que nunca estuvieron al margen de los derroteros que siguió el séptimo arte en el resto del mundo. ¿Por qué, entonces, seguir desesperando y seguir incurriendo en los manidos tópicos sobre la ínfima calidad del cine español? Noli foras ire, in te ipsum redi.

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