En estos días convulsos, en los que debemos permanecer confinados en nuestras casas, viene bien recuperar hábitos perdidos (o en muchos casos re-descubrirlos) como el placer de la lectura. Y ya que estamos en estas, conviene rescatar un título clásico que es continuación de otro no menos clásico.
Convertirse en dios en la etapa imperial de la historia de la antigua Roma era algo glorioso, algo a lo que aspiraban todos los emperadores… menos Claudio. El “pobre” Claudio, tonto, cojo y tartamudo, republicano convencido, nunca quiso ser emperador, pero la Sibila le habló claro (todo lo claro que puede hablar un oráculo): El quinto velludo que esclavice al Estado, que esclavice al Estado contra su voluntad, será el idiota a quien todos desprecian. Tendrá de cabellos abundante pelambre, dará a Roma agua y pan de invierno, y morirá a manos de su esposa que no es su esposa, para bien de su hijo que no es su hijo (…) Mas cuando haya enmudecido y ya no esté -mil novecientos años, más o menos-, Clau–Clau-Claudio hablará con claridad.
Mil novecientos años, más o menos, es lo que tardó Claudio en hablar con claridad a través de la pluma de Robert Graves. El escritor londinense se empapó de Suetonio y una noche el mismo Claudio se le apareció en sueños, instándole a que relatara su historia. Así nació la inmortal y conocida obra Yo, Claudio (de la que podéis encontrar mi reseña en esta misma revista) y su continuación, Claudio el dios y su esposa Mesalina. Mientras que en la primera parte Claudio relata la historia de los emperadores Augusto, Tiberio y Calígula, y de cómo sobrevivió a la barbarie sanguinaria de su propia familia, en esta segunda parte nos relata su vida ya convertido en emperador, después de haber sido designado contra su voluntad el mismo día del asesinato de su cruel y megalomaníaco sobrino Calígula.
La novela comienza contando la historia de Herodes Agripa, nieto de Herodes el Grande. Natural de Judea, vivió en Roma durante los reinados de Tiberio y Calígula, y se hizo muy amigo de Claudio. Derrochador, cruzó todo el imperio huyendo de sus acreedores hasta que Claudio le otorgó demasiado poder en sus dominios orientales, convirtiéndose en rey de los judíos. Graves nos muestra una relación epistolar, con la que Herodes ponía a Claudio al día de todo lo que sucedía en las provincias de Oriente Medio que él controlaba, y advirtiéndole siempre de que “no se fiara absolutamente de nadie”.
Su consejo, con segundas, puso a Claudio en alerta ante una posible traición, puesto que las ansias de poder de su viejo amigo se estaban convirtiendo en semilla para una sublevación. Su final, tan lírico como oportunista, sucedió durante la celebración del cumpleaños de Claudio en Cesarea (en la actual Israel), día elegido para el levantamiento del pueblo judío contra Roma: Herodes se encontró mal y falleció pocos días después, alegando que había sido Dios quien le había castigado por creerse “mucho más que un rey”, al insinuarse como el Mesías profetizado.
Y, hablando de Mesías, cabe recordar que en la época en la que vivió Claudio (del 10 a.C al 54 d.C.), un rabino judío llamado Jesús, natural de Belén, predicó junto con sus seguidores en Jerusalén, y acabó crucificado por revoltoso bajo la decisión del gobernador del momento, Poncio Pilato. Claudio supo de estos hechos por comentarios casi anecdóticos de las cartas que Herodes le enviaba. Herodes le quitaba importancia porque empezaba a creerse que la profecía se cumpliría en él. Pero Claudio, tan culto y leído como era, veía las religiones más como mercancía para hacer negocios que como cultos sagrados. En su humildad, no deseaba que se le hicieran estatuas en su honor para ser adorado, pero las costumbres demasiado arraigadas de su pueblo le hicieron desistir.
Ningún emperador romano se salva de ser acusado de brutal y sanguinario, y Claudio no fue la excepción, pero comparado con su antecesor Calígula fue casi un bonachón, y el pueblo lo adoraba. A cambio, Claudio eliminó todos los edictos y leyes promulgadas por su cruel sobrino, construyó numerosas obras públicas en todas las provincias del imperio, levantó carreteras y canales, reformó el puerto de Ostia para garantizar el alimento de la población romana, intentó conseguir más tierra cultivable mediante el drenaje de todo un lago… e incluso inventó tres nuevas letras que se incluyeron en el alfabeto latino. Además, le dio tiempo de escribir una historia de los etruscos, un diccionario etrusco y una historia de Cartago en ocho volúmenes.
Otro de sus logros fue su campaña de Britania, iniciada por Julio César y seguida por Augusto, pero Calígula no fue capaz de finalizarla con éxito. Claudio puso al senador Aulo Placio al frente de cuatro legiones para invadir la isla, enfrentándose a las tribus dirigidas por Togodumno y su hermano Carataco. El mismo Claudio, buen estratega pero mal combatiente, tuvo que ir con una fuerza secundaria al auxilio de Aulo Placio, e ideó un plan de lo más extravagante para conseguir derrotar a las fuerzas de los britanos: usó las supersticiones druídicas para asustar a sus enemigos mediante artimañas y disfraces, cosechando un éxito rotundo.
Graves, en palabras de Claudio, hace una pequeña disquisición sobre el druidismo: un culto tenebroso y terrible que practicaban aquellos pueblos salvajes, en el que los sacerdotes ponían a los iniciados las más crueles e inhumanas pruebas, y ofrecían sacrificios humanos a dioses oscuros e iracundos. Cuando Roma se anexionó Britania como nueva provincia imperial, Claudio abolió a los druidas y a su religión, lo que en el futuro ayudó a la propagación del cristianismo.
De las cuatro esposas que tuvo Claudio, Mesalina fue, sin duda, la que más le ayudó en sus labores imperiales y, a la misma vez, la que más dolores de cabeza le trajo. Mesalina fue a Claudio lo que Livia a Augusto, aunque las intrigas de Livia tuvieron mayor peso e influencia en los destinos de Roma. Mesalina ayudó a Claudio a elaborar una lista de ciudadanos, una especie de censo en el que se otorgaban y se quitaban ciudadanías a su gusto. Claudio confiaba hasta tal punto en ella que no supervisaba nada de lo que hacía, confiriéndole así un poder desmesurado.
Pero Mesalina urdió una trama con su amante, el cónsul Cayo Silio, para deponer a Claudio. Al descubrir la traición gracias a su fiel liberto, Narciso, Claudio se enteró de la lascivia de su esposa durante todo el tiempo que duró su matrimonio, siéndole infiel en numerosas ocasiones con ciudadanos notables. Al contrario que Livia, Mesalina era una cobarde y no fue capaz de suicidarse, por lo que el golpe mortal lo asestó el soldado enviado a asegurarse de su muerte.
Graves finaliza el relato con tres versiones de la muerte de Claudio, según Suetonio, Tácito y Dion Casio. Todas ellos coinciden en que murió envenenado por Agripina, su última esposa, para que el hijo de ésta, Nerón, pudiera ascender al poder antes que Británico, hijo de Claudio. Como los malos augurios presagiaban la muerte de Claudio, éste instó a su hijo a simular su muerte para que huyera a Britania en secreto, con el fin de reclamar el trono posteriormente, ya que sabía de las intenciones de Agripina. Pero Británico no quiso exiliarse, y Nerón pasó a ser el siguiente emperador, uno de los más crueles de la historia.
Y así, Claudio ascendió al Olimpo. Marcado por el destino durante toda su vida, pasó de ser el bufón de Roma a regir su devenir, para posteriormente ser divinizado. Nada mal para un tullido tartamudo.