La historia se desarrolla en 1961, cuando en la URSS gobernaba el aperturista Presidente Nikita Khrushchev. El más famoso bailarín ruso Nureyev viaja a Francia con la compañía Kirov Ballet Company, es su primer viaje al exterior. Su espíritu aperturista y el entorno parisino, sus amistades, lugares nocturnos de diversión, museos que visita, etc., le hacen tomar conciencia del espíritu de libertad que anida dentro de él. Aunque el KGB vigila sus pasos, Nureyev decidirá arriesgar en aras a su emancipación. Una difícil decisión que habría de cambiar su vida.
El conocido actor y director Ralph Fiennes, cuando se coloca tras la cámara se convierte, en lo que sabemos hasta ahora, en un director temático que apunta el objetivo hacia un personaje importante, para adentrarse en él y entender así mejor la disciplina artística en la que destaca. Eso hizo en “Coriolanus” (2011), donde se sumerge en el teatro de Shakespeare, con la adaptación de su obra homónima; en la “Mujer invisible” (2013), incursiona en el universo de Charles Dickens a través de su amante (adaptación de la novela de Claire Tomalin); y en esta cinta que me dispongo a comentar adapta la novela biográfica de la sudafricana Julie Kavanagh, “Rudolf Nureyev: The life”, para profundizar en el mundo del ballet.
El libreto del dramaturgo y guionista David Hare resulta bueno, con alguna irregularidad, y acierta a retratar a un Nureyev narcisista y engreído, orgulloso y tirano, muy ambicioso, pero con unas dotes para la grácil danza como pocos. Diálogos bien llevados y quizá un exceso de flashbacks que, empero, hacen a la revisión de la vida del protagonista, aportando claves para entender mejor su carácter. A la vez, el guión trenza épocas diferentes en la vida del bailarín y estados de ánimo que ondean al son de los acontecimientos según la etapa de su vida.
Bella la música de Ilan Eshkeri y una excelente fotografía de Mike Eley. A lo que se une una gran puesta en escena con una ambientación perfecta, vestuario y los paisajes urbanos del París de los años sesenta.
Este filme supone el debut de Oleg Ivenko, el bailarín profesional ruso que da vida al legendario Rudolf Nureyev, realizando un meritorio trabajo como bailarín y una labor digna como actor encarnando como a Nureyev. Magistral un Ralph Fiennes sembrado que borda el rol del profesor de ballet Aleksander Pushkin, que soporta una gris y tediosa vida conyugal. Me ha gustado la actriz Adèle Exarchopoulos, que en un estudiado hieratismo da vida a la señorita franco-chilena enamorada, Clara Saint, que fue quien ayudó a Nureyev en su huida. Acompañando un reparto muy bueno con actores y actrices como Louis Hofmann, Sergei Polunin o Olivier Rabourdin entre otros.
Fiennes se luce con una cámara atenta a la danza, una cámara que va por encima de los escenarios, los bastidores o el patio de butacas, admirando la belleza corporal del bailarín, la perfecta musculación fibrosa o los tendones y articulaciones flexibles al modo de las esculturas y pinturas que el joven Nureyev miraba atentamente en Museos y salas de exposiciones; y el movimiento omnipresente, dando la sensación por momentos de que los danzantes levitan venciendo la ley de la gravedad.
De igual manera Fiennes acierta a incursionar en el mundo interno de Nureyev, su enérgica y egoísta personalidad plagada de dudas personales; su rebeldía y terquedad en lo artístico; su desconcierto y sus vacilaciones en momentos cruciales, como cuando ha de decidir si quedarse en Francia o volver a la URSS. En fin, un retrato por derecho del genial bailarín ruso que roza lo implacable.
Al final hay un momento culminante y muy emocionante propio de un thriller político que viene a servir de contraparte al tono de la película hasta ese momento. Es el punto en el cual le es comunicado a Nureyev que volverá a la URSS sin viajar con el resto de la compañía a Inglaterra. La escena de la deserción, hace pasar al espectador por unos momentos de enorme angustia, instantes de enorme voltaje y el momento más decisivo en la vida de Nureyev, el primer gran artista soviético que escapó al mundo occidental. En la escena Nureyev, se aleja del grupo del KGB que lo vigila estrechamente, y aleccionado por sus amigos se dirige hacia unos policías de paisano que aguardan a su espalda y grita: “¡Quiero quedarme en su país”. Cuando los miembros del KGB se abalanzan sobre el bailarín, el inspector francés en un alarde de diplomacia dice: “No lo toquen señores, estamos en Francia”. Y ahí se obró la deserción. Más de uno que peine canas recordará sin duda el sensacional suceso que fue aireado por la prensa internacional y que supuso un serio revés para la tensa Guerra Fría.
Una película sobre el arte esencialmente, pues aunque haya elementos de la narración que rozan el cine de espionaje o político, el espectador interesado en esta cinta es esencialmente un amante al arte y particularmente a la danza. Un amor al arte como el que Nureyev buscó con denuedo y de manera infatigable, no sólo en la música, también en la pintura, la escultura, las vidrieras de Notre Dame, cualquier rayo de hermosura como luz de inspiración a su irrefrenable fuerza física en busca de lo excelso.