De nuevo nos encontramos con otro lavado de cara de una película que no lo necesitaba, tan sólo con el único objetivo de generar taquilla para rellenar la cartelera a golpe de carencia absoluta de ideas.
Muchos recordamos con nostalgia La maldición de las brujas (1990) de Nicolas Roeg, película de la cual la presente obra es remake. Aquella cinta era una comedia de terror bastante oscura para el público al que iba destinado, y los que la pudimos disfrutar con cierta edad todavía recordamos el miedo que nos producían los extraordinarios efectos especiales caseros del equipo de Jim Henson (creadores de los archiconocidos teleñecos y películas de títeres tan adultas y notables como Cristal oscuro, 1982), que convertían a la imponente Anjelica Huston en una aterradora Gran Bruja y a la película de Roeg en un clásico de culto.
Detrás de este intento de remake no hay gente precisamente mediocre. Guillermo del Toro y Alfonso Cuarón se encargan de la parte financiera como productores, y el mismísimo Robert Zemeckis de la dirección, y todavía no consigo entender qué es lo que ha salido mal. Ya no es sólo que no se parezca ni en el blanco de los ojos a su antecesora, o que sea todavía menos fiel al libro de Roald Dahl (aunque en el título incluyan el nombre del autor para darle mayor verosimilitud, como hizo Coppola con su Drácula de Bram Stoker pero con sensiblemente peores resultados), o que Anne Hathaway sea una pobre sucesora de Anjelica Huston. Es el filme en sí lo que no funciona, la forma en la que está enfocado y la cantidad de vicios que tiene del moderno cine de consumo rápido, tantos que no te deja ni pensar en lo que estás viendo.
La gran mayoría del tiempo parece que estamos ante una película de Pixar por el gran peso que tienen las escenas digitales, con los ratones-niño campando a sus anchas por los fotogramas y perseguidos por una Gran Bruja que no llega a provocar ni un soplo de inquietud a los niños de hoy en día, ni con Joker-face incluida. Ya tiene bastante Anne Hathaway autoparodiándose como para intentar asustar a alguien, vamos, hombre.
El hecho de que parezca una película de Disney bienintencionada y con animalitos no es necesariamente malo, pero puede provocar que el espectador tienda a sentirse engañado, y más si ya conoce la cinta de Nicolas Roeg y se pone a hacer las inevitables comparaciones. Pero cada obra es hija de su tiempo, y si bien en 1990 primaba lo artesanal y natural, en 2020 estamos ya tan saturados de tanta perfección digital que la sensación es la de irrealidad y superficialidad (siempre hablando de según qué películas, por supuesto). En este sentido, los efectos digitales de la cinta de Zemeckis son una maravilla, pero no acaban aportando nada si detrás no hay una buena historia que contar, o la historia que se cuenta no tiene ningún interés.
En fin, un estreno insulso e impropio del alto nivel de sus responsables.