La historia narra la época en la que el pintor expresionista Van Gogh (Willem Dafoe) se mudó, en 1886, de Holanda a Francia, donde vivió un tiempo conociendo a miembros de la vanguardia pictórica de la época, incluyendo a Paul Gauguin (Oscar Isaac), en Arlais. Fue un tiempo en el cual produjo obras maestras que hoy día mucha gente conoce. No hay que olvidar que nadie como Van Gogh popularizó la pintura hasta convertirse en un fenómeno de consumo de masas ¿Quién no ha tenido una litografía en su dormitorio o en su habitación de estudio del pintor? Van Gogh es el padre de la venta al por mayor de obras pictóricas litografiadas, sin menoscabo de que sus lienzos originales se revaloricen cada vez más.
Julian Schnabel es un director reconocido en Cannes o en los Globo de Oro y que a la vez es un pintor de fama, de corte neo-expresionista, que se dio a conocer por sus controvertidos “plate paintings” o “cuadros en platos”, elaborados en gran formato sobre platos de cerámica rotos. Y se nota, para bien, que la cinta ha sido dirigida por un pintor. Schnabel se adentra en el espíritu de Van Gogh con una gran intuición y sacando a flote vivencias y pensamientos del artista holandés, que sólo se entienden bien desde la óptica de otro creador plástico. Además, Schnabel sabe atrapar el cromatismo de los interiores vongohianos, así como la explosividad que plasma en esos lienzos intensos que, como le dice Gauguin, parecen escultura más que pintura, por el grueso de sus poderosas pinceladas.
Es una interesante película aclaratoria de algunos aspectos de la vida de Van Gogh que desconocía. Ello a pesar de haber leído, indagado en su obra y visionado otras películas sobre su vida y obra. Creo también que la cinta aporta un retrato introspectivo y veraz, sobre lo que tuvo que ser la vida de este hombre genial, bueno de espíritu y a la vez dotado de grandes dotes para la pintura.
Ya había visto yo películas importantes sobre Van Gogh, como la que dirigió Vincente Minelli, “El hombre del pelo rojo” (1956), pero aquella era una cinta más explícitamente dramática y física, con Kirk Douglas en el papel de Van Gogh y Anthony Quinn como Gaugain, con escenas de enfrentamiento verbal y corporal bastante fuertes. Pero esta versión es bien distinta.
Por empezar tiene un libreto importante de Jean-Claude Carrière, el mismo Schnabel y Louise Kugelberg, que realza el mundo interno de Van Gogh y sus conflictos con la gente de Arles, sus desacuerdos con Gauguin o su dependencia de su hermano Theo. Pero en esta cinta, más que la vertiente de enfrentamiento palmario y fuerte, subraya las reflexiones y los pensamientos de calado que tenía nuestro reconocido pintor. No hay que olvidar que Van Gogh se desnudó en los abundantes intercambios epistolares que mantuvo con su hermano Theo, autocalificándose a veces como “una nulidad, un tipo raro o un ser humano desagradable…”. Realmente V. G. fue un artista vapuleado socialmente e incomprendido, lo cual él también reflejó en su pintura, tal el caso de sus autorretratos.
Pintor que filma a pintor en un regodeo constante con cada descubrimiento plástico del protagonista y complacido de enseñar en la cinta el acto mismo de pintar, aunque resultara doloroso al personaje.
La música de Tatiana Lisovkaia acompaña unas imágenes en ocasiones estremecedoras. Tiene una grandísima fotografía de Benoît Delhomme que en ocasiones se funde con el estado de ánimo de Van Gogh y con los amarillos de sus pinturas; fotografía que hace alarde tanto de las panorámicas generales como de los primerísimos planos.
En el reparto destaca por encima del resto Williem Dafoe, sin duda una elección más que acertada para el papel protagonista de Vincent; por empezar su físico es muy parecido al del famoso pintor; y por seguir este gran actor, que tanto me gusta, está inmenso, a la vez que prudente y comedido en el rol de un artista cuya historia nos habla de su desmesura y excentricidad. Dafoe da muestra de su capacidad para mantenerse en el punto medio de los desatinos del artista y de su entorno, lo cual no es fácil. De otro lado, Rupert Friend está igualmente brillante como Theo Van Goh; estupendo Oscar Isaac en el rol de Paul Gauguin; Mads Mikkelsen breve pero su aparición es excelente como el sacerdote del manicomio que ha de darle el alta; Mathieu Amalric es el Dr. Paul Gachet; Enmanuelle Seigner muy efectiva como Madame Ginoux, la mujer de Arles; y acompañando un reparto de secundarios de gran calidad con nombres como Niels Arestrup, Anne Consigny o Amira Casar.
Schnabel consigue en su obra lo que otras no vieron (p.e. Minelli), revelar al espectador en diferentes escenas al pintor metido de lleno en el proceso de creación; esto es importante pues es sabido que V.G. era un hombre mentalmente enfermo, y Schnabel, tal vez por su condición de pintor, nos enseña que esa locura tiene elementos necesarios para entender la genialidad de V.G., de la misma manera que en su genio hay atributos de su locura. No tenemos más que pensar en esas escenas en las que V.G. se asimila al entorno untándose la cara con la tierra o abrazándose a un trigal pues el artista siente una fascinación y apego vital con el paisaje. Y cuando todo eso ocurría, paralelamente se producía una actividad era febril en él y pintaba hasta la extenuación. No hay más que pensar que Van Gogh cuando muere a los 37 años dejó la friolera de 2100 obras de arte.
Schnabel consigue con éxito identificar el cine con la pintura. Lo demuestra ese movimiento inquieto de la cámara, los detalles centrados en el trazo del pincel sobre la tela, los encuadres que rozan el espíritu del artista, momentos frenéticos en la planificación, imágenes amarillentas y borrosas, todo en aras a equiparar las dos artes visuales que son el lienzo y la pantalla.
Quiero destacar del film dos secuencias en las que Schnabel profundiza en la semblanza de V.G. y en general del Arte. La primera es la conversación privada y sincera del pintor con el sacerdote en el manicomio (brillante Mads Mikkelsen), llena de ideas, concepciones, emociones, vaticinios y convicciones (“Quizá Dios me hizo pintor para la gente que no ha nacido aún”). Y sobre todo en la certeza y conciencia del artista de que su locura incumbe al orden de lo creativo y que sin sus alucinaciones o delirios, o sus arrebatos, no afloraría la genialidad en sus cuadros.
Y digno de mención es igualmente el plano último de la película, cuando la pantalla parece totalmente amarilla mientras se escucha un texto de Gauguin sobre Van Gogh. Este punto y final es un instante sereno e intenso que cierra con broche dorado, nunca mejor dicho, esta meritoria película. Schnabel nos permite mirar con los ojos de Van Gogh, quien cada vez que miraba un árbol, unas flores, un ave o una persona, veía algo nuevo, poniendo color, no al objeto, sino a su propia experiencia con el objeto y por lo tanto al momento que compartía él con los motivos de su pintura.