El papa Francisco ha retirado la pena de muerte del Catecismo de la Iglesia católica, calificándola de inadmisible y comprometiéndose con su abolición en todo el mundo. La religión que tiene su centro teológico, filosófico y artístico en la pena de muerte por excelencia, la Pasión de Cristo, culmina de este modo una tendencia que se afianzó con el Concilio Vaticano II y que se acentuó con Juan Pablo II, con cuya Encíclica Evangelium vitae (1995) la pena capital pasó a ser admitida en el Catecismo solo “si ésta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas”.
Lo cierto es que en la tradición cristiana el debate sobre la pena de muerte no es en absoluto novedoso. Desde el famoso “No matarás” de la Ley mosaica hasta los muchos pasajes veterotestamentarios, como Génesis 9:6 («El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada; porque a imagen de Dios es hecho el hombre»), o evangélicos, como Mateo 26:52 («Entonces Jesús le dijo: Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomen espada, a espada perecerán»), el sistema de creencias cristiano parece haber defendido inequívocamente un respeto genérico por la vida humana. Esto es lo que ha convertido en un interesante problema teológico y filosófico la secular defensa de la pena de muerte que sin embargo han sostenido la mayoría de los pensadores cristianos y la propia Iglesia católica hasta nuestros días.
Con frecuencia, la defensa de la pena de muerte ha obedecido a motivos surgidos de la apremiante realidad política. Así, San Agustín, uno de los Padres de la Iglesia, va evolucionando desde su juvenil escepticismo respecto a la pena capital para terminar, en torno al año 411, convencido de que era necesario aplicarla a aquellos obispos que se negaban a abandonar las creencias heréticas del donatismo. El emperador Honorio hizo caso de esta admonición procedente del Concilio de Cartago (en el que participaba Agustín) y desató una fuerte represión contra los donatistas. El citado respeto genérico por la vida humana que hemos visto en la Biblia es matizado por este Agustín maduro que distingue muy claramente el homicidio justo del injusto: «Si el homicidio consiste en matar a un hombre, puede darse alguna vez sin pecado, pues a mí no me parece que peque el soldado que mata a su enemigo, ni el juez o su ministro que da muerte al malhechor (…) bien que estos realmente no deben llamarse homicidas» (De libero arbitrio L. I, cap. 4, n. 9)
Una defensa aún más refinada de la pena de muerte, basada en la doctrina de la delegabilidad del poder político, la encontramos en el otro autor clave de la filosofía cristiana, Santo Tomás de Aquino, quien enunciará lo que en el debate moderno sobre la cuestión se ha venido llamando, al menos desde el padre Zalba, el “principio de totalidad”, según el cual «todo poder correctivo y sancionario proviene de Dios, quien lo delega a la sociedad de hombres; por lo cual el poder público está facultado, como representante divino, para imponer toda clase de sanciones jurídicas debidamente instituidas con el objeto de defender la salud de la sociedad. De la misma manera que es conveniente y lícito amputar un miembro putrefacto para salvar la salud del resto del cuerpo, de la misma manera lo es también eliminar al criminal pervertido mediante la pena de muerte para salvar al resto de la sociedad.» (Summa Theologiae, parte 2, cap. 2, p. 64)
Al margen de estas largas disquisiciones, que llegan hasta nuestros días sin solución de continuidad, la decisión del papa Francisco puede interpretarse a nuestro juicio de dos maneras distintas, pero no excluyentes. A saber:
1. Como un episodio más, y no precisamente el más importante, de un proceso general de repliegue de la Iglesia católica que podría remontarse por lo menos al siglo XVIII y a la Ilustración (a la que se suele atribuir, sin demasiada justicia, la moderna defensa de la abolición de la pena de muerte). Podría confirmar este punto de vista la causa que se ha aducido para tal decisión: la exvicepresidenta de Amnistía Internacional y defensora de los Derechos humanos, la española María Asunción Milá, pidió expresamente por carta al papa que reconsiderara su posición respecto a la pena de muerte, obteniendo una contestación afirmativa por parte del Vaticano. Una Iglesia católica que en 1789 había tenido la influencia y el peso político como para oponerse frontalmente a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, momento paroxístico de la Ilustración dieciochesca, tiene ahora que recular y aceptar los postulados de la contemporánea Declaración Universal de los Derechos Humanos, la de 1948, en un episodio más de irreversible repliegue en sus pretensiones de ser la única institución que legisle “universalmente” (católico significa universal en griego).
2. Como crítica al propio concepto de “pena de muerte”. En efecto, cabría entender que, detrás de esta decisión del papa, puede haber un recelo de carácter más bien teológico o filosófico que meramente político o coyuntural. ¿Cómo puede hablarse de “pena de muerte” desde el cristianismo? La pena de muerte, en efecto, solo tiene sentido en sistemas espiritualistas porque, cuando el sujeto corpóreo es ajusticiado, no es a él a quien se le aplica la pena, porque está ya muerto, sino a su espíritu. Pero, en la cosmovisión cristiana, solamente los espíritus que han muerto en pecado “penan” en sentido estricto: porque van a penar al infierno. Pero, ¿cómo es posible conciliar esto con la doctrina de la redención que afirma el cristianismo precisamente a partir de la ejecución capital de Cristo, que, según Romanos 4:25, “murió por nuestros pecados”? A la luz de esto, la postulación de un infierno se vuelve muy problemática y ocasiona una larguísima polémica sobre su existencia y naturaleza que de alguna manera pretendió zanjar el teólogo suizo Hans Urs von Balthasar cuando célebremente afirmó: «El infierno existe, pero quizás está vacío» (una idea que, por cierto, Juan Pablo II asumió implícitamente).
¿Hay tras la decisión de Francisco un refinado razonamiento de orden teológico o se trata más bien de una recapitulación más en su intento por dar a la Iglesia católica una apariencia moderna, progresista y humanitaria? Ya hemos dicho que estos dos argumentos, aunque distintos, no son excluyentes, y bien se puede afirmar uno por vía interpretativa mientras se afirma el otro por vía ejercitativa. Lo que es tanto como darle a Francisco, al menos en este caso, el beneficio de la duda.