La historia está llena de héroes anónimos a los que a veces la historia no honra como merecen. Ese es el caso de José Antonio Pérez Sánchez, un almeriense que nació en la pedanía de La Concepción, perteneciente a Huércal-Overa, el 2 de mayo de 1907. Él también estuvo allí, el día D, por lo que al menos fueron dos los españoles que lucharon por la libertad aquella mañana del 6 de junio de 1944 en las frías costas de Normandía. Pero, ¿cómo es que los noticieros de estos días solo hablan de un gallego como único español que estuvo allí y no mencionan a José Antonio?
Este almeriense siguió los pasos de su hermano, que en los años 20 se fue a la floreciente nación que se vio beneficada del desastre europeo de la Gran Guerra. En la desértica población almeriense el trabajo era escaso, y leer las cartas que recibía de su hermano, en donde se hablaba de bonanza, trabajo, lujo, progreso… hizo que la familia reuniera unos ahorros para que el joven tomara un barco en Cartagena con destino a Mansfield, Ohio. Pronto llegó el crack del 29. La mala suerte parecía perseguir a este rapaz, que después de la fiebre amarilla española, y la pobreza que trajo después, tuviera que adaptarse en tierra ajena a nuevos contratiempos. Pero prosperó, merced a las políticas del New Deal del presidente Roosevelt. José Antonio se casó, escribiendo una vida que, a los poco más de 30 años, ya era de película. Pero lo verdaderamente emocionante llegaría poco después.
El 7 de diciembre de 1941 pocos sabían que la historia de la humanidad iba a dar un giro de 180 grados. Aquella mañana, bombas niponas cayeron a mansalva en la base naval americana de Pearl Harbour. Al día siguiente, miles de americanos jóvenes, deseosos de alistarse a filas para vivir la experiencia europea, guardaban enormes colas. José Antonio trabajaba felizmente como barbero en Mansfield, pero pronto aquel lugar se fue vaciando de hombres a quienes cortarles el pelo. Cuando ya no hubo más colas, todo hombre sano era mal visto por las calles o los trabajos. Solo tener influencias impedía ir a la vieja Europa. No se libraron ni grandes estrellas del cine como Clark Gable o Cary Grant… Así que José Antonio se alistó en el ejército, sin ni siquiera ser ciudadano americano…
El almeriense usó su habilidad para hacerse barbero del regimiento, pero nada le impidió que fuera uno de aquellos valientes que asaltaron por sorpresa a las huestes germanas en la costa francesa. Aquel 6 de junio de 1944, él también estuvo allí, en el mayor infierno que jamás vivió en su vida. Tuvo la suerte de no ser de los primeros en bajar de las barcas de asalto. Ese era lugar para los jóvenes solteros con hermanos. Los casados con hijos estaban más protegidos. Él estaba casado, pero no tenía hijos, por lo que no se libró de exponerse a una muerte segura… La operación fue un éxito, en parte, por aquella treta británica de “El hombre que nunca existió”, en las costas onubenses de Punta Umbría, en la Operación Mincemeat, cuando los alemanes picaron el anzuelo.
Las tropas aliadas tomaron rápidamente terreno galo, y las huestes de Hitler pronto se vieron en una encrucijada: cercados en oriente por las tropas de Stalin, y en occidente por los aliados, las cosas en el sur no iban mucho mejor… José Antonio fue alternando sus habilidades como francotirador con las de cañonero antiaéreo. Por ambas actividades recibió sendas medallas del ejército americano. Pero la anécdota que con más gusto recordaba tuvo a unas manzanas como culpables, tal y como le ocurrió al científico Isaac Newton en el siglo XVII. José Antonio iba patrullando por tierras francesas con su Jeep cuando vio unos manzanos, árbol que resiste sequías, frío y condiciones adversas. Sus frutos estaban brillantes, por lo que paró su auto y se dispuso a degustar uno de esos frutos rojos sabrosos. Al dar el primer mordisco, escuchó un sonido… Frente a él, soldados alemanes. “La tentación de Eva”, pensó. El miedo le partió en seco y vio la muerte venir deprisa. Había cometido la imprudencia de dejar su arma en el coche (le molestaba para conducir) y era carne de cañón, blanco fácil, para aquellos soldados pálidos. Su sorpresa fue al ver que ellos levantaban las manos, en clara señal de sumisión al español. Lanzaron sus armas frente a él y le hicieron claros signos de querer rendirse. José Antonio, incrédulo y sin opción, introdujo a los soldados en el Jeep, a voluntad de ellos. Con un miedo que fue amainando con los kilómetros, se desplazó hasta París, en donde los entregó a los altos mandos. Por esta acción recibió la medalla al valor… Y todo por unas manzanas.
Acabada la guerra, José Antonio volvió a Estados Unidos como un héroe. Recibió varias medallas militares y fundó una empresa de caravanas. En el amor no le fue tan bien, y acabó divorciándose de su mujer. Su sueño, nunca desvelado, era volver alguna vez a su amada y añorada España. A finales de los años 50, ya acabado el bloqueo de los Estados Unidos a una España que se desperezaba de Autarquías y viejos rencores, visitó Tarragona, donde se citó con su tío que había emigrado desde Almería en busca de un futuro mejor, después de la guerra. Y la vio a ella… Era bella, de piel fina, ojos brillantes, joven y sorprendentemente familiar. Él cayó rendido ipso facto a su gracia andaluza, su sonrisa de pobre, su chispa, su naturalidad… Ella quedó sin opciones ante la altura y veteranía del cincuentón hispanoamericano. Tenía 16 años y se llamaba Ana. En 1961 se casaron en Mansfield, Ohio, donde tuvieron dos hijos y en 1962 volvió a su Huércal Overa natal, donde emprendió su última hazaña: montar una gasolinera con nombre de santo labrador, que aún surte a los viajeros con combustible traído de tierras lejanas. Tuvo la suerte de vivir y disfrutar 18 años más. Murió, rodeado de los suyos, en 1980, cuando España era una joven democracia que se abría paso entre votos y bombas, a un futuro próspero en una vieja Europa que no habría sido lo mismo sin héroes como José Antonio.
(Historia real basada en los datos aportados por su nieta, Ana Pérez).